Los Juegos Panamericanos: Piñata de Clase Mundial

Por William Quinn Anderson, Maestro en Comunicación de la Ciencia y la Cultura por el ITESO y miembro del voluntariado “Por Nuestro Río”, de la universidad.

En los días anteriores a los Juegos Panamericanos, que se celebraron en Guadalajara en octubre pasado, los residentes de la ciudad anfitriona no se limitaron a quejarse por las molestias de los carriles preferenciales en el Periférico y las rutas alternas: también se mortificaban preguntándose si su ciudad tendría la capacidad para realizar un evento de tal envergadura. Obviamente la organización de un encuentro mundial es un desafío para cualquier ciudad, algo como la legendaria hazaña del ingeniero tapatío Jorge Matute Remus, quien subió el edificio Telmex sobre rieles y lo movió diez metros para permitir la ampliación de la avenida, todo sin interrumpir las actividades normales dentro del edificio.

Sin embargo, el Ing. Matute ya no está con nosotros, y los tapatíos, observando de cerca los preparativos para los Juegos, tenían razones sobradas para preocuparse. La construcción de las sedes seguía literalmente hasta el último minuto; caso crítico fue el estadio de atletismo (menos mal que esos eventos iniciaban el décimo día). El huracán Jova anegó la región dos días antes de la ceremonia inaugural, y circulaban rumores de que se tendría que cancelar la ceremonia, o peor, cambiarla a la Ciudad de México. Un conocido mío que es médico del deporte me confesó su pánico de que Guadalajara fuera a quedar en vergüenza precisamente cuando estaban volteados hacia ella los ojos del mundo.

Los mexicanos somos exquisitamente sensibles ante la opinión que el mundo tenga de nuestro país. Nos aferramos a cualquier comentario positivo que aparezca en la prensa extranjera, y no soportamos que alguien de fuera critique en público a México—ésa es tarea exclusiva y privativa de nosotros, pues en casa somos cínicos y despiadados en lo que respecta a la capacidad de nuestras instituciones públicas-. Ahora bien, México y sus instituciones no han quedado muy bien parados en la prensa mundial últimamente: acaparan los titulares las atrocidades de nuestras bandas delictivas (que son de clase mundial, dicho sea de paso), y la aparente impotencia de los esfuerzos conjuntos del Ejército, la Marina  y la Policía para detenerlos. Muchos mexicanos vimos los Juegos Panamericanos de Guadalajara como una oportunidad para proyectar al mundo otra imagen más halagadora de México—un lugar alegre, colorido, de gente organizada y capaz, una economía emergente digna de tomarse en cuenta en la escena mundial. ¿Pero Guadalajara estaría a la altura de tamaño reto?

Recién pasados los Juegos, los tapatíos soltaron un enorme suspiro colectivo: la opinión del mundo decía que Guadalajara se había volado la barda. El clima se había compuesto justo a tiempo, y apantalló a propios y ajenos la ceremonia de inauguración en el futurístico Estadio Omnilife – los agaves bailarines, los caballos en vivo, la voz del cantante ícono de México Vicente Fernández y su hijo Alejandro, y para rematar, unos juegos pirotécnicos inolvidables. Las justas deportivas se llevaron a cabo de manera ágil y casi sin escándalos. Los visitantes hablaron bien de la ciudad, y los colosales embotellamientos nunca se materializaron (ayudó que muchas escuelas suspendieran clases durante los quince días que duraron los Juegos). Román Revueltas resumió el sentir general al escribir en el periódico Milenio “Pero algo pasó o, mejor dicho, algo hicimos bien –nosotros, los mexicanos en lo general y ellos, los tapatíos en lo particular— para que estos Juegos fueran un extraordinario ejemplo de organización, una muestra deslumbrante de excelencia y, sobre todo, un espejo en el que nos podemos mirar con orgullo y enorme satisfacción porque nos devuelve una imagen de pueblo responsable y capaz”. Entusiastas promotores cívicos, en su idilio post-orgásmico tras pasar la antorcha a Toronto para los Juegos de 2015,  opinaban que nada le faltaba a Guadalajara para pedir los mismísimos Juegos Olímpicos. Y en la propaganda electoral frente a los comicios de julio se da por hecha la evaluación positiva: “La gente cree que hicimos bien los Panamericanos. Lo cierto es que hemos hecho bien muchas cosas más”.

Pero si Guadalajara logró que los mexicanos sintieran orgullo por su marca nacional, lo hizo de una manera curiosamente efímera. Ciertamente la impermanencia es un distintivo de muchas expresiones de la cultura popular mexicana. Los increíblemente intricados tapetes de aserrín de colores que se elaboran en las calles de Patamban y otros pueblos para las fiestas patronales duran muy poco: los pies de los fieles en solemne procesión se encargan de pisotearlos y dispersarlos. Las piñatas pueden ser verdaderas obras de arte, pero están hechas para ser molidas a palos. Los coheteros tardan días en armar sus castillos pirotécnicos, pero la función se acaba en quince minutos.

Ahora, a los meses de los Juegos Panamericanos, me da la sensación de que Guadalajara nos armó un castillo, nos puso una piñata – algo vistoso y brillante mientras duraba, pero a fin de cuentas pasajero. Otras ciudades –vienen a la mente Munich, Montreal y Barcelona—han aprovechado estos eventos para crear infraestructura que cubre verdaderas necesidades urbanas a largo plazo. En las primeras etapas de la planeación para los Juegos, el entonces alcalde de Guadalajara, Alfonso Petersen, hablaba de hacer precisamente eso—construir una Villa Panamericana alrededor del Parque Morelos, detonando una redensificación y diversificación del Centro Histórico. Se convocó a un equipo de arquitectos superestrellas a crear proyectos. El plan no prosperó; sin embargo, los habitantes desplazados se opusieron, y la política partidista envenenó el ambiente. El Alcalde Petersen se vio obligado a renunciar, y la Villa Panamericana se construyó de prisa en la orilla poniente de la ciudad, pegada al Área de Protección de Flora y Fauna La Primavera.

Luego que se fueron los atletas, se descubrió que la Villa había vertido aguas negras sin tratamiento sobre el suelo. Cabe señalar que la Villa se construyó en un terreno conocido como el Bajío—una zona clave de recarga de mantos freáticos. El suelo es de origen volcánico reciente, suelto y poroso, perfecto para absorber aguas pluviales. Se trata de una depresión natural, así que el agua no tiene otra salida más que hacia abajo. Por esta razón el plan parcial para la zona estipulaba un uso de suelo de densidad baja, cosa que se hizo de lado en el apuro por alojar a los atletas. Ahora la Villa Panamericana se está comercializando como “Villa Bosque”, una zona residencial privilegiada – y no precisamente de baja densidad—con vista al Bosque de la Primavera. Y el Bajío está estrenando flamantes carreteras de cemento hidráulico de cuatro carriles, lo que no puede significar más que una cosa—viene más construcción.

Lo irónico de toda esta empresa de promover a Guadalajara como ciudad mundial es que la región cuenta con unos recursos naturales que no figuraron en el show de los Panamericanos, pero que representan una enorme oportunidad para colocar a Guadalajara en el radar de la clase creativa mundial, como los tapatíos tanto anhelan. Sin embargo, son descuidados por los promotores municipales y estatales, y desconocidos por la misma población local. El Bosque de la Primavera, por ejemplo, es tan extenso como toda la Zona Metropolitana de Guadalajara,  y está literalmente pegado a la ciudad. En él viven venados, linces, jabalíes, y por lo menos un puma. ¿Cuántas ciudades pueden presumir una reserva natural de esas características en su vecindario? Sin embargo, la Dirección Ejecutiva del Bosque de la Primavera no cuenta con presupuesto ni personal suficiente para cuidar el área, y los propietarios y desarrolladores de bienes raíces están salivando por venderles a los tapatíos pudientes hermosas casas en el bosque.

Por el otro lado de la ciudad está la Barranca de Huentitán, un espectacular cañón tallado a lo largo de millones de años por el Río Santiago. Si uno desciende hasta el fondo y voltea la cabeza, es difícil creer que allá arriba, justo atrás del borde de la barranca, se encuentra una ciudad de cuatro millones y medio de habitantes. Bueno, difícil mientras uno no voltee la cabeza hacia el río, que está horriblemente contaminado. La Cola de Caballo es una cascada que echa un clavado dramático de 150 metros (es 3 veces más alta que las Cataratas de Niágara) a la barranca, y el Municipio de Zapopan ha construido el Parque Mirador Dr. Atl para contemplarla, sólo que el agua que se contempla es de un color café desagradable, pues son aguas negras crudas—una Cola de Caballo con diarrea. Río arriba se encuentra otra cascada, el Salto de Juanacatlán, conocida antaño como la Niágara mexicana, donde se construyó la primera planta hidroeléctrica de México. Venían turistas de todo el país a ver la cascada—el mismo Porfirio Díaz organizaba banquetes en un gran salón con vista al río.

La caída de agua sigue ahí, pero hoy en día huele mal, y los turistas ya no vienen. Al fondo de la cascada se forma una gruesa capa de espuma, que luego se aleja serenamente río abajo, cual bandada de impávidos cisnes. En los días de viento la espuma ofrece un espectáculo hipnotizador, echando piruetas y lanzándose a volar,  flotando sobre los dos pueblos que flanquean la cascada. Los locales dicen que si la espuma aterriza en tu piel, levanta una roncha fea. Se quejan también de males crónicos como insuficiencia renal, leucemia, enfermedades respiratorias y déficit de atención. Hace tres años un niño que jugaba en la orilla se cayó al río y se tragó agua; a las dos semanas estaba muerto, envenenado de arsénico.

Cerca del Salto de Juanacatlán se encuentra el Aeropuerto Internacional de Guadalajara. Al salir del aeropuerto los visitantes se topan primero con un letrero que les da la bienvenida a Mexico’s Silicon Valley, y luego con una enorme bancada de anuncios espectaculares que cercan el lado derecho del camino de acceso a la carretera. Atrás de los espectaculares hay un humedal donde se paran a descansar aves migratorias en su viaje hacia el norte o hacia el sur. A algunas ciudades se les ocurriría presumir semejante paisaje a los recién llegados, pero a Guadalajara no se le ocurre eso: prefiere esconderlo y desviar la atención de los visitantes hacia anuncios de los hoteles del centro y diversos men’s clubs.

Será porque el humedal, al igual que la Cola de Caballo, está lleno de aguas negras crudas que en ocasiones registran niveles de materia fecal cien veces más altos que el permitido por la Norma Oficial Mexicana, según datos publicados por la Comisión Estatal del Agua? Los residentes viejos recuerdan la zona como un paisaje edénico: dicen que cuando salían a día de campo, sólo llevaban una olla, pues la naturaleza ponía lo demás—pescado, ancas de rana, quelites, fruta, hasta agua suficientemente limpia para hacer un rico caldo. Ahora la parte norte del humedal ha sido drenada y se habla de planes de construir vivienda de interés social.

Yo llevo 30 años viviendo en Guadalajara, y confieso que al igual que los promotores de los Panamericanos, albergo un chovinismo cívico: tengo ganas de que mi ciudad adoptiva figure en el mapa de las metrópolis de clase mundial; que se codee con Barcelona y Vancouver, Shanghai y Rio de Janeiro; que atraiga a turistas y al tipo de talento de vanguardia que detona el crecimiento económico de calidad. Pero algo me dice que no lo logrará mientras no sea capaz de organizar algo tan básico como la disposición de sus aguas residuales. Guadalajara está rodeada de paisajes que darían envidia a cualquier world city. Son activos invalorables y duraderos que nos da la geografía, pero la ciudad parece empeñarse en echarlos a perder. Prefirió fincar su reputación en una piñata.

Fuente: Xipe totek, Revista trimestral del Departamento Filosofía y Humanidades ITESO. No. 82, 31 de junio de 2012.

 

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