La barra del Mascusia, popular bar tapatío de la calle República. Fotografía: Juan Raúl Casal.

Por: Juan Raúl Casal

¿Tienen viril? Es que ya me voair con mi vieja. Grita desde la entrada un cliente que anda buscando el viagra mexicano, un platillo que ha hecho a la cantina Mascusia famosa en Jalisco desde 1928. La época de Cristo rey, le llaman en el occidente de México.

El viril, un pene de toro puesto a cocer y luego hecho en escabeche para servirse como botana. Gerardo el cantinero le responde afirmativo al que se iba a ir con su vieja. Entonces el amante con prisa hace una pausa. Se sienta en uno de los bancos y de paso ordena una, dos, tres —seguir con la cuenta sería un exceso— cubas libres. La única sorpresa que le va a dar a la mujer con quien pretende ir será una ebria serenata seguida de un grito que va a decir: ábreme jip mi reina.

En defensa del Romeo de bar, el Mascusia es un lugar que invita a quedarse a beber una copa… o doce. La parte de la barra que da hacia los borrachos sigue completamente cubierta de azulejos con un pequeño desagüe en el piso. Esto, que ahora parece un simple adorno, se usaba para que los que estaban bebiendo dejaran de hacerlo, pudieran vaciar su vejiga o escupir y regresaran a su trago en el menor tiempo posible.

Junto a la rocola del fondo, que toca la del señor que le explica a Carmen que se le perdió la cadenita, están dos amigos, ambos morenos alrededor de treinta años; el de la izquierda trae un grueso bigote negro y el de la derecha el cabello engomado hacia atrás. Hablan del tema que ha mantenido vivo el negocio del licor desde tiempos ancestrales: el desamor. Una problemática que es más vieja que el lenguaje escrito, pero que parece novedosa cuando un compadre se queja con otro.

—Pss esque pinche vieja.

—No pos sí, qué le vamos a hacer nosotros, salud.

Al dúo que riega sus sentimientos con tequila le traen su tercer plato de viril, señal de que, en un futuro no muy lejano, su nivel de dignidad no va ser proporcional al de alcohol en su sangre. En las cantinas tradicionales, la cantidad de comida que dan es un buen indicador de lo alcoholizado que se está, ya que la regalan cada tres bebidas y, para que a uno le toque otro plato de viril, tiene que primero devorar caldo, mole u otro platillo del día.

Primer plato de viril: la conversación comienza a fluir, en ocasiones con el apoyo de la televisión que está detrás de la barra. Luego de eso van el caldo de camarón, una tostada o unas enchiladas con mole.

Segundo plato de viril: los cuadros de los héroes de la Revolución, las fotos de mujeres con poca ropa y el póster de la calavera con un letrero en contra de las drogas, que por una feliz coincidencia está arriba del señor que se arrulló con whisky, comienzan a tener sentido y ojos que se mueven.

Tercer plato de viril: el mareo sube, el efectivo dentro la cartera baja. Las mesas y las sillas de madera oscura que están por filas dejan de ser cosas para sentarse, apoyar los platos y vasos, y pasan a ser trampas mortales diseñadas para derribar a los que van a tomar un taxi.

Cuando llega este plato folclórico lo usual es que la conversación vaya de tres maneras. La primera es cuando quien nunca lo ha probado se arme de valor y se meta un trozo a la boca. La segunda es cuando la persona a punto de probarlo no puede evitar imaginarse a un toro eunuco u otra imagen que no es bueno tener a la hora de la comida. La tercera es un inocente engaño.

—¿Y esto qué es?

—Pf, tú nomás pruébalo, sabe como a cueritos.

—Oye, sí está bueno. ¿Qué es?

—No, pos pa qué te cuento.

Cuando el que lo probó se entera de lo que es, abre mucho los ojos, asimila lo que acaba de ingerir y se termina el resto de su poco convencional botana, porque a final de cuentas, pene o no, es un aperitivo sabroso.

Detrás de la barra hay una mesa metálica con frutas lavadas y listas para ir dentro de un vaso; debajo de ella hay barriles metálicos de cerveza, uno de clara y otro de oscura. A la izquierda del mostrador hay una estantería llena de botellas en donde lo más barato está en la parte de abajo; los costos del licor suben según su nivel en las repisas.

Gerardo el cantinero cuenta que el coctel de moda cambia por generación, pero la exquisitez de toro siempre ha sido la atracción principal del Mascusia. En los cuarentas lo que más se servía era la sangría, el resto del siglo XX fue una combinación de cubas, whisky, ron, brandy y coñac. A principios de siglo XXI dice fue el auge del vodka y sus múltiples combinaciones. Ahora las dos cosas que parecen ser las más sofisticadas y que todo el mundo ordena son el tequila y el mezcal.

A medianoche llega la hora de cerrar, los borrachos arrasan con el viril de sus platos, tratan de esquivar las mesas, las sillas y la cuenta al salir. El cantinero y los meseros vigilan con ojos de francotirador que nadie se vaya sin pagar, aunque lo más probable es que, quien lo intente, termine por quedar atrapado en la pata de un banco, o que el espíritu de José Cuervo decida que no es su momento de levantarse tan rápido e intentar fugarse.

El efecto afrodisiaco del viril se puede discutir y posiblemente refutar dentro de un laboratorio, pero no va a evitar que las personas sigan buscando eso que les da, llámese valor, ganas, concentración o flujo de sangre. Lo que sí se puede debatir de modo casi académico es que hay lugares en donde nada más se va tomar y hay cantinas con algo especial, que en este caso es un pene de toro.


Esta crónica fue elaborada para el curso Taller de géneros periodísticos 1, en el semestre Otoño 2018.