La casa La Mulata Colombiana. Fotografía: Fabiola Gómez Cordero.

Cuando la violencia de un país es tanta que se convierte en parte de la vida diaria de las personas, huir es la única salida y la única forma de vida que queda

 

Por: Fabiola Gómez Cordero

La Real Academia Española (RAE) define huir como alejarse deprisa, por miedo o por otro motivo, de personas, animales o cosas, para evitar un daño, disgusto o molestia. Catalina, por otro lado, define huir como su estilo de vida.

Catalina hoy ya no es más Catalina, hoy es La Mulata Colombiana. Su piel es su principal característica, lleva sus raíces y su historia en ella. Si se mira con atención, se pueden ver su herencia africana y los años de esclavitud y marginación sufridos por sus antecesores y aun un poco por ella. Aunque su piel es oscura se puede notar un brillo dorado que recuerda al océano Pacífico que la vio nacer. Su estatura es promedio, mide cerca de un metro sesenta. Delgada, pero de brazos y piernas anchas. Sus dientes son blancos como perlas y cuando sonríe iluminan su rostro, dando la impresión de que tiene el sol frente a su cara. Sus facciones son toscas, tiene una boca grande y muy gruesa, una nariz ancha que abarca casi el mismo espacio que la boca; sus ojos son grandes, color café claro que, en contraste con su piel, en ocasiones parecen ser color miel con detalles amarillos. Su cabello es corto y chino, tanto que da la impresión de estar dibujado en su cráneo, aunque poco se le ve el cabello pues lleva siempre un turbante estilo africano con líneas de colores pálidos.

Catalina solía ser Catalina, pero la memoria de una persona solo puede guardar un número de tragedias y malos recuerdos; su número se excedió, por lo que se vio obligada a dejar de ser Catalina. Ahora es La Mulata Colombiana y tiene su memoria limpia, lista para empezar a acumular nuevas tragedias y malos recuerdos.

Pam, pam, pam, fue lo último que Catalina escuchó antes de dejar El Chocó, una región en la parte Pacífico y andina de Colombia, parte también de las selvas del Darién, lugar en el que ella había nacido y vivido sus 27 años hasta ese momento.

Entre balazos y la flora de la selva colombiana fronteriza con Panamá, ella escapó con nada más que una bolsa tejida en la que llevaba la poca ropa que tenía y tres millones de pesos colombianos, lo equivalente a diecinueve mil cuarenta pesos mexicanos, el ahorro de toda su vida trabajando como recolectora de cacao y vendedora de múltiples artesanías hechas con plata y cobre de la región, las cuales lograban enamorar a los ecoturistas que visitaban el lugar.

Tratando de camuflajearse entre diferentes tonalidades de verde, cada vez se hundía más y más en la selva. Sus huaraches hechos de palma y madera parecían funcionar igual que cualquier par de tenis deportivos. No se detenía. No miraba atrás. Quizá era el miedo de que la guerrilla colombiana la atrapara o de que fuera víctima de una bala perdida, pero lo único que se lograba ver en sus ojos era valentía.

El Chocó es uno de los departamentos más pobres de Colombia. Debido al clima lluvioso y a las cambiantes temperaturas, se le considera la región con menos oportunidad de mercado. A decir verdad, el único mercado que existía cuando huyó Catalina era el de tráfico de personas. La ubicación del pueblo en plena elva, era lo que facilitaba que la venta de mujeres a la guerrilla colombina fuera el mayor éxito de la región. En Colombia, vivir en regiones selváticas o cerca de estás es aún la mayor maldición que puede existir. Para los colombianos la selva siempre será sinónimo de guerrilla, pues es bien sabido que estás células urbanas se encontraban internas en las selvas. En esta región del Pacífico las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) o, como se hacen llamar, Ejército del Pueblo, era la organización insurgente de extrema izquierda que dominaba.

Cuando Catalina logró salir de la selva se dedicó a caminar con dirección hacia el centro de la región. Una vez ahí, comenzó a levantar su pulgar derecho para pedir un aventón a la capital de su departamento (estado), que resulta ser también la ciudad más cercana. Quibdó es una ciudad pequeña y muy parecida al lugar de donde ella viene; para los habitantes de éste, es el sueño que todos quieren alcanzar, pero que muy pocos logran.

Después de estar un par de horas parada en la carretera a las afueras del Chocó, un hombre que tenía como destino el mismo que Catalina se detuvo y la llevó con él. La vida de Catalina en la ciudad no fue muy diferente a lo que era antes en la andina, pero algo sí había cambiado: ya no era violada ni se veía obligada a servirle como esclava a la guerrilla, ni tampoco tenía que ver llorar a sus padres, que diariamente le pedían perdón por venderla a las fuerzas armadas por unas cuantas horas, a cambio de cinco billetes y, sobre todo, a cambio de conservar sus vidas.

La Catalina de la ciudad trabajaba en lo mismo que la Catalina del pueblo: vendía artesanías a los turistas y amantes de la cultura colombiana. Su vida era un caos. Muy difícil. Siempre viviendo justa con el dinero, rezando y haciendo hasta lo imposible para que le alcanzara y poder cubrir todos sus gastos. Viviendo en casa de sus nuevos jefes, que se apiadaban de ella y le daban asilo.

Catalina nunca ha sido conformista. Su lugar de trabajo estaba cerca del parque natural Emberá, lugar turístico y lleno de puestos como el que ella atendía, vendiendo artesanías y figuras que representaban lo que significa Colombia. Ahí fue donde ella conoció a su gran amor y a su actual esposo. No pasó mucho antes de que ellos empezaran a elaborar sus propias artesanías y a venderlas en su puesto. La habilidad que Catalina había desarrollado en el Chocó se convirtió en la atracción principal de los turistas que visitaban el parque y pronto pudieron abrir un local más en forma. Ganaban bien. Mucho mejor de lo que cualquiera de los dos había ganado en toda su vida. Sin embargo, la violencia en Colombia no paraba; cada vez eran más los muertos en manos del narcotráfico y más los estómagos vacíos que pedían, con gritos en forma de crujidos, alimento. Morían aproximadamente 200 personas al día a causa del crimen organizado. El país enfrentaba su peor momento y Catalina y Camilo cada vez podían soportarlo menos.

“Ya yo no sé cuánto más soporte así, mi amor. Estoy cagá’ de miedo, vengo huyéndole a todo eso y te prometo que, si nos ahuevoneamos, nos va a tragá’; nos va a comer, man”, le decía Catalina con lágrimas a su esposo.

“¡Coño, eso ya yo lo sé! Pero, ¿a dónde nos vamos a ir, negra?”, le respondía Camilo con irritación en la voz.

“A México será, Camilo. Ahí hablan lo que nosotros y la vaina no está tan jodida”, finalmente concluyó Catalina con mucha seguridad.

Como todo lo que se proponía, así fue: se mudaron a México el 8 de octubre del 2006. Para su mala suerte, dos meses antes de que Felipe Calderón tomara la Presidencia de México y comenzara con su sangrienta guerra contra el narcotráfico.

Catalina y Camilo estaban acostumbrados a las regiones selváticas, a lo natural, a vivir con la tranquilidad característica de los pueblos y al aroma a aire fresco y leña quemándose por la mañana. Decidieron que lo mejor para ellos sería entonces vivir en Mazamitla, un Pueblo Mágico cerca de la ciudad de Guadalajara.

“Ellos llegaron aquí ya hace unos 12 años. Son gente muy tranquila, muy buena ley. Que se les ve que tienen secretos: la señora es medio rara, dice que le digamos La Mulata, nunca dice su nombre, pero pues ca’ quien, la neta. Han ido creciendo, llegaron a lo bajito, en una casita por ahí, y pues ya les anda yendo mejor; qué bueno, la mera verdad”, decía Rogelio, el albañil que se encargaba de la construcción de su casa, un hombre nacido y criado en Mazamitla quien era, además, de las pocas personas cercanas a la pareja colombiana.

Catalina, entre más pasaba el tiempo, más se convertía en un simple recuerdo. Con cada brisa que tocaba la cara de la mujer, se perdía un poco de lo que era, se esfumaba un poco del dolor que cargaba con su antiguo nombre. Entre más se alejaba Catalina, más se acercaba La Mulata Colombiana. En México ella era La Mulata y, si alguien se atrevía a preguntar su nombre, ella contestaba:

“Que me llamo La Mulata, ¿qué parte no entendés de eso, chico? Así dígame, papi. ¿Está claro, pues?”.

La pareja de colombianos y su talento para hacer artesanías salieron adelante en este país, que a veces es tan poco amigable con los migrantes. Comenzaron vendiendo sus pulseras y sus bolsas tejidas, típicas de las regiones andinas y guajiras de Colombia. Con un puesto en la calle principal del pueblo, cada vez se hacían más conocidos. La gente los conocía como los colombianos de Mazamitla.

Por primera vez en mucho tiempo, La Mulata Colombiana sintió que sus pulmones jalaban aire. Aire que no le duró mucho pues, como estaba calculado, la guerra contra el narcotráfico del presidente en turno había alcanzado ya hasta el pequeño pueblo donde vivan. Pam, pam, pam: cuando el mismo sonido que la había hecho dejar el Chocó la despertó una noche mientras dormía, supo que su memoria estaba lista para volver a acumular malos recuerdos; solo esperaba que esta vez no se excediera el número, pues los alias y los países para huir cada vez le parecían menos.

Finalmente llegó el momento en que pasaron de ser víctimas de la guerrilla colombiana a víctimas del narcotráfico en México. El crimen organizado comenzó a amenazarlos, a pedirles dinero con la justificación de que, como todo el país, ese pueblo les pertenecía, y si querían tener un negocio tenían que pagar renta. Camilo y La Mulata se encontraron una vez más siendo vendidos a una organización delictiva y siendo esclavos de los mismos. Decidieron pagar, aunque, en realidad, la palabra “decidieron” no estaba dentro de su vocabulario esos días.

Los colombianos de Mazamitla descubrieron un día que estaban esperando a un bebé. Camilo Jr. nació en el peor momento. Nació entre fuegos cruzados y sueños rotos. El niño se crió en México, pero sin olvidar sus raíces colombianas. Era una mezcla perfecta entre La Mulata y Camilo. De cabello chino y corto, como el de su madre. Su piel, color canela, una mezcla entre la piel negra de la madre y el color apiñonado del padre. Sus ojos, chiquitos y entrecerrados con un color café claro intenso, justo como el de su padre.

Las noticias arrojaban cada vez cifras más altas de muertes cobradas por la famosa guerra contra el narcotráfico. 5,630 en 2008, 7,210 en 2009, casi 9,000 en 2010. Los números no bajaban. Las muertes no paraban.

“Ay, Camilo, yo ya no sé si fue la mejor decisión venirnos pa’cá”, se lamentaba La Mulata.

“Pues sí, mi negra. Casi seguro, no. Pero usted dirá, ¿qué guerra prefiere? ¿La de la guerrilla o la del narcotráfico?”, preguntó Camilo sin esperar respuesta.

“No diga mariqueras, Camilo, que, de preferir, ninguna”.

La vida de los colombianos siguió así. Había altas y bajas. Hoy están en una alta. Les va mejor que nunca, pudieron incluso abrir dos negocios en el pueblo: una cremería, en donde también venden algunos antojitos mexicanos con una mezcla del sabor colombiano, y una tienda de artesanías y recuerditos de Mazamitla, todos libres de pagar renta al narcotráfico y todos con el mismo nombre, La Mulata Colombiana. Mismo nombre que tiene su casa, construida en la parte alta del pueblo, rodeada de árboles y nada más, justo donde se puede respirar el aroma a pino y se puede sentir el rocío fresco por las mañanas. Su casa es más bien una cabaña, rústica, hecha de ladrillo y teja, con una chimenea enorme de la que siempre sale un humo con olor a hogar, y en su jardín tienen una pequeña terraza con cuadros de su país y una resbaladilla con dos columpios que le sirven al pequeño Camilo de entretenimiento. La reja que separa a su casa del sendero por donde transitan los pocos carros y los muchos caballos tiene tallada en ella la silueta de una mujer pintada con acrílico negro, la cual lleva un turbante con los colores de la bandera de Colombia, rojo, azul y amarillo; debajo se deja leer: La Mulata Colombiana

La Mulata y Camilo son autoexiliados de su país, son víctimas de la violencia, prófugos de las injusticias. Migrantes en un país que los recibe con los brazos abiertos y llenos de las mismas cosas de las que escaparon, un país que obliga a La Mulata a volver a ser Catalina. Tal parece que hay personas que, por más que corren, no logran escapar.

Hoy los colombianos son también ya mexicanos. Entre más pasa el tiempo, más parece que el recuerdo de Catalina siendo violada por 10 hombres, uno tras otro, deja de existir, y que las imágenes guardadas en la memoria de Camilo, en donde ve a su padre morir asesinado por meterse en negocios del narcotráfico guerrillero, se desvanecen. Cada vez se apropian más de la violencia de este país. Cada vez llenan más sus memorias que tanto se esforzaron por borrar, de la porquería que inunda a México. Hoy La Mulata y Camilo son parte de dos países y, si en algún momento vuelven a exceder el número de recuerdos dolorosos, son dos los países de los que tendrán que escapar.

Contradictorio: La Mulata Colombiana cada vez es más Catalina. Una Catalina diferente, pero igual, ya no con los recuerdos dolorosos de Colombia, sino con unos nuevos. Pam, pam, pam, se mira al espejo mientras escucha las balaceras que hay cada tres o cuatro días cerca de su casa, mientras escucha ese sonido que tanto la aterroriza, ese sonido que escuchó cuando dejo su país y a su familia, y ese mismo sonido que reconoció cuando supo que el narcotráfico la había alcanzado. Se ve al espejo y ve a Catalina.

La Mulata también define huir como su estilo de vida, pero ahora no solo huye de las guerrillas, de la pobreza de su país o de la violencia en la que vivía; ahora también huye de sí misma.


Esta crónica fue elaborada durante el curso Periodismo cultural, en el semestre Otoño 2018.