Maigret y las ciudades y la arquitectura


Por: Juan Palomar Verea

Georges Simenon fue un más que prolífico escritor belga. Produjo infinidad de novelas muy bien escritas y más o menos deprimentes y sórdidas con mucho “análisis psicológico”. Pero, como muy aparte, produjo una larga serie de novelas sumamente entretenidas e instructivas y brillantemente escritas que casi siempre suceden en un París magistralmente descrito, cuyo protagonista es el comisario Jules Maigret, del célebre Quai des Orfèfres en París. Este investigador es una especie de antihéroe aparentemente  bonachón, corpulento, entrado en carnes, apacible, que invariablemente porta una pipa entre los dientes. Pero su eficacia para esclarecer complicados crímenes es legendaria.

El método que utiliza en cada caso es también singular. No se da ninguna prisa, es inclusive moroso para tomar decisiones. Primero va al lugar del crimen, merodea, observa con detenimiento el barrio, con los habitantes y personajes del rumbo, se compenetra con el ambiente de la casa, el terreno o el local donde sucedieron los hechos. Localiza un bar en particular que sea de su gusto y escoge una bebida –pastis, cognac, vino blanco…- que será la misma en reiteradas ocasiones hasta acabar por resolver el asunto. Como dice el propio Simenon: “Debía habituarse a un entorno extranjero, a una casa, a un género de vida, a unas gentes que tenían sus costumbres, su manera de pensar y de expresarse.” Esa especie de inmersión, física y mental en un cierto contexto, le permite al comisario obtener las ocultas claves para su actuación.

Esto tiene mucho que ver con la arquitectura, con el urbanismo, que es parte de esa disciplina. Estamos demasiado acostumbrados a proyectos de todas las escalas hechos al vapor, sobre las rodillas, de lejos, sin conocer realmente ni las necesidades de los usuarios ni el medio físico y social en el que se desenvuelven. La arquitectura no resuelve crímenes: los evita al proponer soluciones que mejoren las condiciones humanas en un espacio –una vivienda, un conjunto habitacional, un barrio, una ciudad- determinado. Además de esta elemental función de mejorar la calidad de la habitabilidad general, la arquitectura de a deveras propone la belleza, la serenidad, la contemplación que posibilita el encuentro de cada quien consigo mismo y luego con los demás. La arquitectura de a deveras promueve naturalmente la solidaridad social, la creación de lazos de identidad, de comunicación, de sentido de comunidad.

Así, quien quiera, por ejemplo, mejorar un barrio mediante medidas arquitectónicas, deberá –como Maigret- empaparse lo más intensamente posible en el sentido profundo de las necesidades humanas que deben atenderse, en el lugar concreto a trabajar, su gente, su climatología, sus tradiciones –si las hay- sus relieves arquitectónicos y paisajísticos, sus materiales, técnicas constructivas y etcétera.

Como se verá, este método, en una época en la que “time is money” y la ética profesional es más bien escasa en el gremio arquitectónico, suena poco “moderno”. Pero todavía habrá quien tenga cierta vergüenza profesional, habrá estudiantes que con su natural entusiasmo aprendan que el “método Maigret” puede ser no solamente eficaz y responsable, sino muy divertido.