El secuestro de la arquitectura doméstica


Casa Elosúa. Guadalajara, Jalisco

Por: Juan Palomar

Los viejos arquitectos lo sabían muy bien: de todos los géneros arquitectónicos la casa es la reina. La arquitectura doméstica es el principal reto de la profesión, en todas sus manifestaciones. Es allí donde se experimentan alternativas, se innovan lenguajes, se establece y renueva la antigua alianza entre las necesidades básicas de los hombres y las respuestas espaciales a esas demandas. Por más sofisticado que se considere un arquitecto, si no es capaz de resolver decorosamente una vivienda (cosa nada sencilla) no merece el título ostentado.

Por eso es tan importante la discusión pública de lo que puede ser una casa. En las ciudades ese discurso se da (o se solía dar) en la misma vía pública: cada nueva aportación suponía una pequeña contribución a una conversación ininterrumpida desde la fundación de la urbe. Una conversación en la que se iban incorporando nuevos rasgos expresivos, diferentes acentos estilísticos, diversos usos de las técnicas constructivas y de los recursos materiales disponibles. El tejido de la ciudad está —en una alta proporción— compuesto por esa urdimbre doméstica en la que los modos tradicionales de edificación tomaron, durante siglos, una parte preponderante. Ya con la individualización de cada nueva casa que supuso el inicio de la arquitectura de autor se comenzaron a ver distintas expresiones domésticas que siempre encontraban referentes comunes y colaboraban a renovar el lenguaje edilicio dentro de tendencias diversas.

Basta repasar en la memoria, para ilustrar lo anterior, la fisonomía del casco tradicional de Guadalajara, de sus barrios y de sus colonias. Una identidad común logra leerse a través de la evolución, y muchas veces de la ruptura, de las tipologías domésticas allí ejecutadas.

Con el advenimiento del sistema de “cotos”, hijo del miedo y la segregación social, esta larga cadena de diálogos arquitectónicos se ha roto. Hasta hace apenas unos lustros era usual para los jóvenes arquitectos (y para los no tan jóvenes) realizar recorridos por las zonas en desarrollo de la ciudad visitando las nuevas muestras arquitectónicas de las casas construidas a borde de calle, en ciudad abierta. Este aprendizaje de las recientes obras domésticas alimentaba un diálogo permanente que enriquecía y estimulaba a la profesión. Permitía la socialización de maneras innovadoras o diferentes de concebir la habitación y sus expresiones, oxigenaba la práctica del oficio.

Ahora es muy difícil conocer de primera mano estas hechuras, secuestradas permanentemente atrás de altas bardas y celosas rejas, custodiadas por gendarmes y prohibiciones. No es un hecho trivial que la presencia urbana de lo más significativo de la producción arquitectónica tapatía apenas vea la luz por medio de esporádicas publicaciones y fugaces apariciones en internet. Esto conduce, desgraciadamente, a un severo empobrecimiento de la discusión pública sobre la pertinencia de las nuevas aportaciones arquitectónicas en el ámbito de la ciudad.