La belleza como servicio público


Por: Juan Palomar

¿Cómo llegar a querer una avenida jalonada con agresivos anuncios “espectaculares”, marcada por tiendas de comida chatarra que abren las 24 horas, plagada de letreros sin ton ni son, con árboles mutilados –cuando los hay? No es posible. ¿Cómo guardar un grato recuerdo de una ciudad cuyas salidas y entradas carreteras son una cacofonía de publicidad descontrolada, de construcciones dispares y a cual más fea, de terrenos baldíos llenos de basura? Esas impresiones negativas suelen prevalecer en la mente de propios y extraños. Y van marcando su relación con la urbe.

Es necesario insistir: la belleza urbana es tan necesaria como cualquier servicio público. La diferencia reside en los términos prácticos. Un habitante sin agua recurre casi de inmediato –si puede- a una pipa para llenar su aljibe o su tinaco, quien no tiene electricidad encuentra la manera de poner su “diablito” para alumbrarse y ver la televisión, la falta de drenaje se resuelve, aunque sea, con un tubo que vierte los desechos a cielo abierto. Pero cada habitante tiene, con la misma urgencia, necesidad de entornos armoniosos en los que reconocerse. El problema es que, cada quien, es impotente para cambiar, o para saber cómo hacerlo, un contexto que lo ofende con su fealdad. El asunto suele rebasar las voluntades individuales. Se inscribe dentro de políticas y lineamientos más amplios que, o no existen, o son sistemáticamente violados.

Recordemos que la bondad y la belleza, aspiraciones que están en las instrucciones genéticas de los hombres, responden al mismo principio vital. Las ordenanzas de todas las buenas ciudades del mundo, los métodos con los que se levantó por milenios la arquitectura popular, buscan similares fines: una armonía que afirme el sentido de pertenencia, que asegure los indispensables lazos entre la comunidad, que aliente la solidaridad entre los vecinos. Solamente así se asegura el cimiento sobre el que la ciudad puede guardar su presente y asegurar un mejor futuro.

Guadalajara, afortunadamente, tiene en lo general sus servicios básicos cubiertos (reconociendo las graves carencias que aún subsisten, sobre todo en la periferia). Pero lo que la hace reconocible, recordable, querible, son los rasgos que encuentran en quien los percibe la cualidad de la belleza –a veces el mero intento de ella. Una calle armónica, como Libertad,  Parque Juan Diego o el Paseo de los Filósofos con un arbolado abundante y generoso; un grupo de casas agraciadas en la Capilla de Jesús, la sucesión de viejas construcciones bien arregladas en la calle de entrada a San Pedro Tlaquepaque, la alegría del mercado de San Juan de Dios, los Arcos de Vallarta con la Minerva al fondo al final de una perspectiva verde, los inconfundibles alcatraces amarillos de Catedral rodeados de las plazas que le dan aire y lugares de estancia a la ciudad, la torre de San Felipe, la barranca que se vislumbra desde ciertos lugares de Huentitán o de la Mesa Colorada, los nobles portales de San Andrés, la silueta del Colli rematando una serie de barrios que aspiran bravamente a ser mejores…

Las ciudades sin belleza se agostan, languidecen, envilecen antes que exaltan las cualidades de sus moradores. No podemos resignarnos a la fealdad: conviviendo con ella se desperdician y devalúan los contados días que cada quien tiene sobre la tierra. Contra ella, una medida concreta y asequible: plantemos abundantes árboles que darán generosa belleza a la vuelta de poco tiempo, y disimularán y redimirán tanta fealdad que hemos permitido. Y tantas otras cosas por hacer…