El melancólico destino de la obra de Julio de la Peña


Por Juan Palomar.

Fue uno de los arquitectos más prolíficos que ha dado Jalisco, si no el que más. A lo largo de más de medio siglo sembró en Guadalajara decenas y decenas de obras, de diversos géneros y, en general, con buenos resultados. Algunas de sus creaciones despuntan como edificaciones ejemplares. Quizá la Casa de la Cultura que hizo para el gobernador Agustín Yáñez en 1957 sea la más noble y consistente de toda su producción. El Auditorio Benito Juárez era una buena idea, lástima que se le cayó el techo. La iglesia original de San Javier de las Colinas solía ser muy bonita. Desafortunadamente le tocó al mismo arquitecto agrandarla sobre sí misma y desmereció. Y así le podríamos seguir.

El caso es que Julio de la Peña es, por derecho propio, uno de los íconos de la arquitectura de Guadalajara. Y su obra ha sido a menudo maltratada y frecuentemente demolida. Una conversación de hace años con él ilustra su legendario sentido del humor y un intrigante desapego de sus hechuras. Se le informó que se amenazaba con demoler una de sus grandes casas de los cincuenta. Después de darle una fumada a su cigarro preguntó precisiones para lograr acordarse de cuál de la plétora de sus obras se hablaba. Una vez aclarado el punto dijo, muy serio, pero con un punto de ironía: “Déjalos que la tumben, me quedó muy fea”.

Pero no era así; el arquitecto tenía un ojo estético muy afinado y solía tener buen gusto para sus cosas. Tantas obras que aún subsisten pueden dar testimonio de ello. Sin embargo, seguido nos encontramos con que el patrimonio tapatío que significa la obra de Julio de la Peña se va disminuyendo sin que nadie atine a hacer nada. Dos ejemplos recientes: la casa de los Suárez Navarro, de 1954, en Las Américas casi llegando a la glorieta Colón. Sin duda una de las grandes casas de los cincuenta, de todo el país. Sencilla, elegante, generosa de espacios, discreta en su considerable magnitud; formalmente impecable. Pues resultó que hace unos meses, de la noche a la mañana, la casa dio paso a un lote baldío.

Otra casa por Las Américas: la que estaba en la esquina surponiente de Las Américas y Garibaldi. Una casa más compacta, de 1950 —según dice una monografía—, de tres pisos y muy depurada factura. Andrés Casillas se acuerda haberla dibujado en el pujante despacho de Julio de la Peña. Tenía un techo volado mero arriba y una chimenea muy bonita, además de una planta muy ingeniosa y limpia. Como en tantos casos, hace mucho que la finca perdió su uso habitacional para ser rentada por los Sorteos del Tecnológico de Monterrey. Esta institución procedió a desfigurar radicalmente la casa y a asobronarle pegotes. Luego se fue. Últimamente, después de diversos avatares, la muy buena casa fue demolida (y conste que tenía arreglo) para dar paso a un local de absoluta y vacua vulgaridad: una farmacia baratera.

Es una verdadera pena que los propietarios de tales obras no tengan el respeto suficiente por sus posesiones, ni la imaginación para aprovecharlas, mediante arreglos pertinentes, para nuevos fines. ¿Cómo se puede cambiar —en el caso de la casa de Garibaldi— toda una casa con espacios muy buenos por un local pinchurriento de un piso? Misterio de las mentes tapatías.

Por mientras, urge que alguien proteja efectivamente este patrimonio. Aparte de aislados pataleos (si es que), nadie parece hacer nada. El INBA, la Secretaría de Cultura y el Ayuntamiento tienen la responsabilidad.

,