Casi a diario, y sin motivo alguno, me siento baja de energía. Tengo la constante sensación de una cuerda enredada por todo mi cuerpo: entre mis ojos, mis dientes, mis costillas, pero sobre todo alrededor de mi garganta. Es bastante áspera y no se desprende ni afloja con nada, ni siquiera con esas pastillas de 20 miligramos que me recetaron. Llevo siete meses con ellas, y aunque he sentido una ligera mejoría, el dolor persiste como si reposara al fondo de mi estómago; quizá por eso he dejado de comer.
Para esto, los días pasan re-lento, tan lento que la única manera de sobrellevarlos es durmiendo. Levantarme de la cama se ha vuelto una tarea casi imposible. Honestamente no puedo y no tengo energía para abrir los ojos. De hecho, se puede viajar de Zacatecas a Guadalajara en autobús, con escala en Aguascalientes, y en ese mismo lapso de tiempo yo no habría puesto un pie abajo de la cama. Mi intención al dormir la tengo clara: sopesar la lentitud de los días y esquivar la tristeza que se cuela a través de la ventana. Por eso procuro mantener las cortinas cerradas, porque he empezado a asociar que cuando entra la luz, todo en mí comienza a doler.
En este sentido, el día de la semana que más detesto es el domingo; todos los
domingos lloro. Qué infortunado llamarse Domingo. Deberíamos poder decidir qué día morir, porque si así fuera, yo elegiría un domingo. El domingo es para no hacer nada. El domingo se duerme, se come y se vuelve a dormir. En mi caso, duermo la mitad del día y la otra, lloro. Lloro en mi cama, en el baño, en el clóset, tirada en el suelo, frente al celular, al lado de mi perro, pero siempre con la puerta y la ventana cerrada: que nadie se entere que la tristeza me persigue y que no cede ni con el uso de pastillas, psicoterapia ni padres afectivos.
En mis intentos por eludir la tristeza, subo el volumen de la música hasta quedarme sorda. Hace unos años mi papá me regaló unos audífonos de cumpleaños que utilizo cuando quiero huir de toda aflicción. En esos casos me gusta escuchar canciones a base de sintetizadores que me lleven a los años ochenta: «Synthwave» le llaman, y desde lo personal, ha sido bastante eficaz para adormecer mi cuerpo cuando la tristeza decide visitarme, de esa manera no hay tanto sufrimiento.
El siguiente jueves tengo mi cita con el psiquiatra, a quien visito cada dos meses desde septiembre del año pasado. La última sesión me dijo que me veía bastante bien, que notaba progreso. Incluso me felicitó por haberme adaptado tan ferozmente al nuevo medicamento, pues es el tercero que hemos probado. Aquellas palabras se sintieron como una estrella más en la frente. Me pregunto si aquello me coloca dentro del grupo de pacientes destacados, de aquellos que lograron sobrevivir a los efectos secundarios del dichoso tratamiento.
El psiquiatra pronostica una pronta y exitosa recuperación; sin embargo, la tristeza continúa visitándome a pesar de los intentos por remediarla. A veces pienso que las pastillas nunca tuvieron efecto, al menos no frente a esta sensación lúgubre que no abandona mi cuerpo ni durmiendo, ni ensordeciéndome, ni con una debida dosis de llanto diario. Quizá estoy destinada a que la tristeza me habite siempre, a que me carcoma por dentro y se lleve todo gramo de serotonina en mí; el psiquiatra dirá que es depresión, pero en el fondo, esto se siente como una tristeza crónica… una tristeza de larga duración.
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