El éxito político nunca es definitivo

Por Mario Edgar López Ramírez
Académico del Cifovis ITESO

Muy a pesar de lo que desearían muchos políticos profesionales, el poder político es una serie de equilibrios. Es decir, no puede concentrarse todo el poder en una sola mano, porque tener el poder significa constituirse en el eje de una compleja balanza de intereses. En la democracia el juego es complicado, porque se incluye una diversidad de intenciones y de voluntades. Todas ellas entran en acción y nunca son estáticas, siempre se mueven, generan alianzas o las deshacen, incorporan nuevos actores, excluyen otros e introducen lo inesperado. De ahí que el éxito nunca sea seguro, ni siquiera para el ganador del juego. Ni en las mejores dictaduras el control unipersonal es completo, en todo caso lo que consiguen las dictaduras es reducir el número de participantes en el campo, pero no logran hacer del dictador la única y absoluta encarnación del poder.

Por eso una de las preocupaciones más grandes que tiene la clase política moderna es cómo someter bajo su autoridad a la lógica democrática; es decir, cómo encuadrar a las instituciones, a las organizaciones participantes y finalmente a las personas con voluntad de poder. Todo ello, a la vez que se mantiene la impresión de un escenario transparente, abierto y participativo de cara a los ciudadanos, por medio, básicamente, de un discurso basado en los valores democráticos. De ahí que la democracia tiene siempre un aspecto esquizofrénico: permite la participación, pero acotada; proclama la inclusión, pero solo de algunos; exige la transparencia, pero debajo de la mesa. Es el irreductible conflicto entre la razón del Estado y la libertad, en el que, por lo general, pierde la libertad, si esta no es defendida una y otra vez.

La forma ideal que los políticos profesionales desearían para gobernar en una democracia sería tener la totalidad del control y, a la vez, la totalidad de la legitimidad democrática. Este es el sueño de la demagogia de la que tanto nos advertían los filósofos griegos. Es la hipocresía y la perfidia vuelta forma de gobierno. Es el perfecto abono para el conflicto, la represión y la violencia. Si partimos del hecho de que ejercer el poder es el arte de equilibrar intereses, la demagogia cierra la posibilidad de incorporación de otros actores y abre con ello el ánimo de exterminio al interior de la clase política, ya que si el gobernante no reconoce en sus aliados, en sus adversarios y en los ciudadanos, los factores de de su propio poder, es porque cree que tiene la suficiente fuerza para destruirlos. Su voluntad es de aniquilación, de negación del otro, de irracionalidad.

En palabras de Nicolás Maquiavelo: “El político virtuoso es racionalista, calculador y dueño de sí mismo, desempeña con aplomo los más diversos papeles y es lo suficientemente prudente para identificar su propio interés con el bienestar de aquellos a los que trata de dirigir”. Así lo señala en su libro El Príncipe, y vaya que este texto no se escribía en referencia a la democracia, sino a uno de los sistemas más concentrados de poder: el monárquico. Esta visión corrobora el carácter de construcción social que tiene el poder, muy a pesar de que existan ganadores con aspiraciones absolutas.

En este sentido, el reconocimiento del conflicto social es importante precisamente porque es en el conflicto en donde se demuestran los pesos de poder de los aliados, los adversarios y los ciudadanos. Todos los conflictos se originan en el deseo: el ciudadano desea la seguridad de sus bienes, la elite por su parte desea dominar a las masas y tener el monopolio de los bienes públicos. La conflictividad, por tanto, es natural tanto en los buenos como en los malos gobiernos. La diferencia entre ellos no reside en la presencia o ausencia de conflicto, sino en los rumbos que tome en cada uno. En un buen gobierno el conflicto ininterrumpido y enmarcado dentro de límites que permitan la convivencia, puede llegar a ser incluso una garantía de mayor libertad.

En suma, ejercer el poder es un arte difícil porque implica mantener en equilibrio una serie de intereses que, si se desequilibran, desbordan el conflicto que siempre está latente en el juego del poder. A esto se incorpora el hecho de que aquel ganador del juego que quiera tenerlo todo, poseerlo todo, controlarlo todo, desequilibrará el sistema de intereses y empujará a la clase política al conflicto. Esta paradoja es llamada “las estratagemas de la razón” o la “retroacción de una acción” y consiste en que aquel político que intenta controlarlo todo, termina descontrolando el sistema. Su razón, por muy calculada que parezca, escapa hacia la irracionalidad y su acción, por muy planeada que esté, se bifurca hacia propósitos no deseados. Buscando tener el poder, pierde el poder.

Como dice el pensador francés Edgar Morin, las estratagemas de la razón se llevan a cabo cuando la acción escapa a la voluntad del actor para entrar en el juego de las fuerzas sociales, en gran medida incontrolables e impredecibles. Morin da varios ejemplos históricos de las estratagemas de la razón: uno de ellos es Napoleón Bonaparte, quien, creyendo satisfacer su desmedida ambición de poder, manipula a su favor las ideas democráticas de la Revolución Francesa y termina instalando un imperio personal, para después fortalecer una reacción de la aristocracia en su contra, la cual es la causa de su propia destrucción. Napoleón desequilibró el conjunto de intereses, probó la gloria unos años y luego saboreó las consecuencias de su deseo de control. Y es que, como lo dice Fernando Savater, ”la política es algo fácil de estropear”. Especialmente la política que se da en un contexto que intenta ser democrático. Dicha política solo la pueden ejercer, con mayor cabalidad, los verdaderos hombres de Estado, que comprenden el difícil equilibrio de pesos y contrapesos que conlleva. Por eso hay que recordarles esto, a los que hoy en día, se creen los ganadores del juego: el éxito nunca es definitivo.

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¿Tienen alguna moral los políticos?: Reflexiones en vísperas electorales

Por Mario Edgar López Ramírez
Académico del Cifovis ITESO

Todo estudiante de ciencia política aprende, desde las primeras lecturas de Nicolás Maquiavelo, un principio básico: en el mundo moderno la política y la moral deben ir separadas. Esta forma de enseñar a los politólogos, que serán los observadores de la política, no hace otra cosa que responder a la descripción de lo que hacen los políticos en la realidad. Para actuar en el campo de poder, el político no necesita la moral, solo necesita saber cumplir los acuerdos que asume, no importa si esos acuerdos son buenos o son malos. Tener principios o ser una persona con valores no es tan importante para la clase política como tener la certeza de que con quien se pacta es capaz de cumplir con lo pactado. En ese sentido el político tampoco necesita guardar afectos, solo necesita saber guardar las formas de relación personal políticamente correctas. En todo caso, lo más cercano a un código moral que tienen los políticos es el respeto a las reglas del juego del poder. Pero esto no tiene, necesariamente, una relación directa con la idea o la intención de hacer el bien.

Por mucho que esta separación entre moral y política pueda parecernos alarmante pues suponemos que, como mínimo deseable, el gobernante debe tener moral—, separar ambas dimensiones es una forma de protegernos, para no formar elevadas expectativas sobre lo que los hombres políticos son y sobre lo que pueden en realidad hacer. Si nos acercamos a la actuación de los políticos desde este enfoque, según el cual el político actúa por acuerdos y no por valores, muchas cosas que se manifiestan como incongruentes, incorrectas e inexplicables como las alianzas entre grupos de ideologías enemigas, las entrevistas entre personas públicamente enfrentadas o la aprobación de proyectos promovidos con argumentos endebles, falsos o irregulares nos parecerán, si no más congruentes, por lo menos más explicables.

Claro que los políticos siempre podrán aludir a la moral en sus discursos y podrán hacernos escuchar lo que nos gusta oír, pero el cumplimiento efectivo de sus promesas de campaña o de gobierno siempre pasará por una complicada red de equilibrios e intereses al interior de la clase política, la cual terminará desviando el discurso moral hacia la realidad de lo posible. Vaya que la política se describe como el arte de lo posible y no de lo deseable. Y como bien lo advertía Max Weber a aquellos que estiman a la política como un arma para hacer el bien:

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“Los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo estaba regido por demonios y que quien se mete en política, es decir, quien se mete con el poder y la violencia como medios, firma un pacto con poderes diabólicos y sabe que para sus acciones no es cierto que del bien solo salga el bien y del mal solo el mal, sino con frecuencia todo lo contrario. Quien no vea esto es, en realidad, un niño desde el punto de vista político”.[/box]

El texto en el que Weber escribió esto se titula “La política como profesión” y fue pronunciado en Alemania, en 1919. Sigue vigente para quien hoy quiera ser un político profesional.

Aunque parezca contradictorio, cuando Maquiavelo propuso la necesidad de separar la moral de la política, era porque se daba cuenta de que en esta relación la moral nunca sometía a la política, sino que la política siempre sometía a la moral, y la transformaba en un instrumento del poder. Al referirse a la moral, los políticos pueden justificar sus acciones: reprimir por el bien de la patria, emprender guerras para buscar la paz, y un sin fin de trampas demagógicas como estas.

En la época en que vivió Maquiavelo, el Renacimiento, la Iglesia había llegado a niveles inaceptables de utilización de la moral como herramienta justificatoria del poder. La corrupción eclesiástica era un espectáculo desvergonzado: tráfico de influencias, saqueo y concentración de riqueza, uso de símbolos sagrados del cristianismo para manipular al pueblo y vida disoluta de muchos de los prelados. Maquiavelo presenció el poder que le daba a la política ligarse al discurso moral, decirle al pueblo que el poder que ejercía el rey era con la bendición e, incluso, la imposición de Dios. La moral, al servicio condicionado de la política, logra doblegar el alma de los gobernados a favor de los poderosos.

Mucho se ha criticado a Maquiavelo, particularmente en su libro El Príncipe, en el que, de manera descarnada, habla de lo único que debe preocuparle al político: mantener el poder. Si para hacerlo debe parecer bueno, desarrollar alianzas o traicionar a alguien cosa que es muy riesgosa—, etcétera, todo tiene que ir conforme a una muy calculada evaluación de los costos y los beneficios que el político obtendrá de tal acción. Hasta aquí, la moral no juega ningún papel en el análisis político del escritor italiano y, si nos fijamos bien, no sería necesario ni considerarla, ya que es suficiente con el desnudo código político. Introducir la moral generaría ruido en el análisis del poder, ya que nadie realmente moral puede decir que hacer el bien es una opción entre otras. Para el hombre moral buscar el bien es una forma de vida, y la única opción. Con la propuesta de separación entre moral y política, Maquiavelo da en la clave: para entender la política hay que saber que un verdadero político dejará de ser moral si eso conviene a sus intereses. Los políticos que intentan ser primero hombres morales que hombres políticos, quizá puedan sobrevivir algún tiempo dentro del sistema, pero seguramente luego serán descartados, apartados, excluidos o expulsados del campo del poder.

Otro gran aporte de la separación entre moral y política es que evita las guerras de exterminio al interior de la propia clase política. En términos llanos, Maquiavelo diría: si los políticos se asumen como son, hombres con intereses y no ángeles vengadores, entonces tienen todas las posibilidades de sentarse a negociar cuando hay conflicto entre ellos. Pero cuando con falsedad los políticos comienzan a decir que representan al partido del bien, al grupo de los buenos, a la sección de los puros, entonces estamos en vísperas de un conflicto de exterminio. La razón es simple: el bien nunca negociará con el mal. Cuando una parte de la clase política se asume como representante del bien absoluto y, peor aun, cuando por un extraño juego psicológico llega incluso a creer que lo que piensa es totalmente verdadero, entonces se cierran las posibilidades de diálogo, de negociación, y se avanza hacia el exterminio del otro: el exterminio del mal. Sea este discurso asumido en el fuero interno de los políticos o no, cuando alguna parte de la elite política comienza a aludir al bien contra el mal, el escenario tiende a radicalizarse o está radicalizado. Lo que Maquiavelo, padre de la ciencia política moderna, pediría a los políticos es: reconózcanse en su miseria humana y siéntense a negociar.

Mucho más hay que decir sobre esta compleja relación entre moral y política, cosas de las cuales todos hemos practicado un poco. Por ahora basta con señalar que la paradoja de Maquiavelo, quien al separar ambas logra salvar a la moral y con ella a los hombres morales, desenmascarar a la política y hacernos entender a los hombres políticos, quizá sea útil en estos momentos de vísperas electorales y radicalización en el campo del poder.

 

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