Nuestros ojos han evolucionado en una sutil interacción con otros ojos, al igual que nuestros oídos se han ido refinando con el aullido del lobo, el graznido del ganso o el cantar de los grillos y ranas. Amputarnos de todas estas otras voces, seguir condenados con nuestro estilo de vida olvidando estas otras sensibilidades, equivale a robar a nuestros propios sentidos su propia integridad, su coherencia y restarle impulso al latir de nuestro corazón.
Por Rodolfo González Figueroa rodorganico@hotmail.com
Según una mujer Inuit, entrevistada por el etnólogo Knud Rasmussen a inicios del siglo XX; dice que “al principio de los tiempos cuando humanos y animales poblaban la tierra en unidad, una persona podía convertirse en animal si lo deseaba, del mismo modo que un animal podía ser una persona. A veces eran personas y otras eran animales, y no existía diferencia entre ellos. Todos hablaban la misma lengua. Ese era el tiempo en que las palabras eran mágicas. La mente humana tenía misteriosos poderes y podíamos escuchar las necesidades de las plantas y saber que sentían los animales”.
Inuit significa pueblo y para esta comunidad de esquimales en Canadá y Groelandia, los animales y humanos aún podemos hablar el mismo lenguaje.
Tristemente, en nuestro presente como bien indica el filósofo y prestidigitador, David Abram en su libro La magia de los sentidos:
“Atrapados como estamos en una maraña de abstracciones antropocéntricas, hipnotizados nuestros sentidos por una pléyade de tecnologías hechas por humanos que no hace más que reflejarnos sobre nosotros mismos, nos resulta extremadamente fácil olvidar nuestra herencia carnal que nos vincula a esa matriz más que humana de sensaciones y sensibilidades”.
Nuestro cuerpo humano se construye a lo largo de la historia, con delicada reciprocidad con la inmensidad de texturas, sonidos y formas de la tierra viva, de la naturaleza dinámica. Nuestros ojos han evolucionado en una sutil interacción con otros ojos, al igual que nuestros oídos se han ido refinando con cada matiz sutil del aullido del lobo, o del graznido del ganso o el cantar de los grillos y las ranas. Amputarnos de todas estas otras voces, seguir condenados, con nuestro estilo de vida, al olvido o a la extinción a todas estas otras sensibilidades, equivale a robarles a nuestros propios sentidos su propia integridad, así como su coherencia a nuestras mentes y restarle impulso al latir de nuestro corazón. Somos humanos exclusivamente en la medida de nuestro contacto y convivencia con lo que no lo es.
Necesitamos entonces, reconciliarnos con nuestras cualidades inherentes. El tiempo no es lineal, el tiempo es cíclico como la propia naturaleza, como la biología. El Amauta Chileno José Illescas y su esposa Tatiana Gonzáles, relegan el concepto de desarrollo y en su lugar proponen el desenrollo. Desenrollar lo enrollado desde nuestra memoria genética. Desenrollar nuestra sabiduría ancestral que cada uno y una contenemos dentro. Realizar el autocambio desde adentro. Emprender, como sugiere la investigadora Argentina Graciela Mazorco Irureta; un proceso de descolonización y deconstrucción de la realidad. Sentando las bases en un nuevo-viejo paradigma filosófico que responda a una visión alternativa y a un nuevo-viejo lenguaje, ya que cualquier pensamiento que se formule en los mismos códigos discursivos que colonizan y recolonizan diariamente a la humanidad será funcional al modelo de ser humano y de vida que ha impuesto la misma colonización, operando no única pero prioritariamente, con la ideología transportada en el discurso.
Descolonizarnos entonces echando a andar un proceso personal de desmontaje de las estructuras y lógicas matemáticas y mecánicas que occidente nos impuso por medio de la colonización del saber, le llamaría desracionalización del estar-siendo y la desracionalización de la realidad.
Vivir sólo racionalizando implica vivir mutilados.