Noticias del Palacio de la Fatalidad (III y último)


Por Juan Palomar

No puede dejar de glosarse mínimamente la última parte del texto del poeta francés André Breton sobre sus reiteradas visitas, en 1938, al Palacio de Cañedo, al que nombró el Palacio de la Fatalidad. El texto puede encontrarse en el libro André Breton en México, de Fabienne Bradu, publicado por el Fondo de Cultura Económica.

“Antes de dejar la ciudad, quise volver a ver aquel palacio en ruinas por temor a olvidarme de alguno de sus ángulos, o a perder la llave que le permitiría abrirse para mí a la distancia. ¡Y qué emoción jamás experimentada, y tanto más intensa cuanto que la agudizaba de segundo en segundo la certidumbre de no regresar nunca a aquel sitio, era la que me esperaba al otro lado de la puerta del salón! A aquellas horas de la mañana, con sus celosías cerradas y sus espesas cortinas rojas, el aposento de recargado revestimiento de madera lucía sombrío e inmensamente vacío pese a la presencia de un piano. Dentro de él me encontré con una admirable criatura de dieciséis a diecisiete años, idealmente despeinada, que había acudido a abrirme y que, después de deshacerse de su escoba, sonreía con una sonrisa de amanecer del mundo a la que no se mezclaba la menor sombra de confusión. Aquella jovencita se movía con suprema soltura y, contemplando sus ademanes tan turbadores como armoniosos, uno descubría lentamente que estaba desnuda bajo su vestido blanco de gala hecho jirones. La fascinación que ejerció sobre mí en aquel momento fue tal que olvidé preguntar por su condición. ¿Quién podía ser ella…? ¿La hija o la hermana de uno de los seres que habían frecuentado esos lugares en los tiempos de su esplendor, o alguien de la raza de los invasores? Poco importa: mientras estuvo allí no me preocupó en absoluto su origen: me bastó plenamente con agradecer que existiera. Así es la belleza.”

Además de la gran belleza del pasaje de Souvenir du Mexique citado, quedan algunas ideas que pueden ser útiles en la consideración del patrimonio, a 66 años de la pérdida de lo que José Cornejo Franco designó como “uno de los tres [edificios] más importantes de nuestra arquitectura civil que hasta hoy han podido escapar a la barbarie mercantilista de fenicios y cretinos”.

En primer lugar, comprobar como los “fenicios y cretinos” han prevalecido. Tan tardíamente como en 1980 fueron demolidas dos obras altamente relevantes: la Escuela de Música de la Universidad de Guadalajara y la casa Aguilar, obra de Luis Barragán y con cuya destrucción esta ciudad conmemoró perversamente, en ese mismo año, la entrega del Premio Pritzker al arquitecto tapatío. Hace algunos meses, sin que nadie protestara o metiera las manos fue demolida una obra maestra de Ignacio Díaz Morales: la casa Elosúa (ahora un estacionamiento por Unión, entre López Cotilla y La Paz).

Pero la condena que Breton claramente percibió, en nombre de la “modernidad” y la barbarie, de uno de los lugares que quedarían más entrañablemente en su memoria, sigue vigente para una porción del patrimonio edificado tapatío. Varias decenas de fincas relevantes del centro se encuentran ahora mismo en un estado de inminente colapso sin que atinemos a hacer algo. Por otro lado, existen ahora decenas y decenas de solicitudes de demolición en el mismo centro para albergar estacionamientos para automóviles.

La muchacha del vestido de gala blanco y andrajoso, con su “sonrisa de amanecer del mundo”, simbolizó para André Breton, fugaz pasajero de esta ciudad, toda la belleza que estaba por perderse en ese Palacio de la Fatalidad ya condenado a la ruina. Pero es también, al día de hoy, toda la belleza y la bondad que encierra el abundante –pésele a quien le pese- patrimonio que aún nos queda. Procurar una larga vida a esa muchacha, a ese patrimonio, es responsabilidad de la presente generación.