Vivir a ras de calle


Por Juan Palomar

Existe el riesgo, para las nuevas generaciones, de ya no saber cómo mejor vivir en la ciudad. Mucho se lo debemos a la televisión. La gente que vive en barrios normales malgasta una cantidad estratosférica de su tiempo frente a las pantallas: la de la televisión, la de la computadora, la del teléfono, las de otros artilugios electrónicos. Porque la raíz de la convivencia urbana está en la calle. Las calles vivientes, transitadas y utilizadas para la conversación, la contemplación o para tomar el fresco, son el elemento urbano esencial que enlaza y arraiga a los ciudadanos. Es el medio por el que los vecinos se conocen y se tratan, por el que los niños aprenden en primer término del mundo.

Pero las calles, además de la desleal competencia de las pantallas y sus modelos gringos, tienen otros enemigos que las convierten, con frecuencia, en lugares ingratos, y aun en espacios a evitar lo más rápidamente posible. La inseguridad es uno de esos factores. Pero precisamente el ausentarse lo más posible de la calle es el principal motivo de la misma inseguridad. Está ampliamente comprobado que la natural vigilancia social de un entorno inhibe radicalmente el crimen y el vandalismo. Otro factor es el tráfico descontrolado, acompañado del ruido y la contaminación: ante esto, es perfectamente factible que los vecinos se organicen y, junto con las autoridades, pongan los remedios necesarios para moderar estos abusos y devolver la habitabilidad a las calles.

Pero el principal enemigo de las calles es la abulia, la apatía de quienes ni siquiera atinan a barrer el frente de sus fincas o a pintar sus casas, el ensimismamiento al que conducen ciertos hábitos modernos (como el de la televisión). Y la desmemoria que ha borrado una manera de ser que logró construir, a través de los siglos, una ciudad amable.

El modelo que ofrecen los desarrollos que en Guadalajara han dado en llamarse “cotos” es, hacia su exterior, la antítesis de la convivialidad urbana. Son hijos de una poco envidiable condición: el miedo. Miedo a la inseguridad, miedo a lo distinto, miedo al otro. Es comprensible, dada la penuria oficial para asegurar la tranquilidad de todos. Sin embargo, el “coto” representa algo parecido a la tabla que se le arranca al barco para intentar, sin mayor reflexión, salvarse. Sin reparar en que, mucho más solidaria e inteligentemente, es preciso hacer lo necesario para que todo el navío –toda la ciudad- se salve. Si todo el mundo le arranca una tabla al barco, lo único seguro es el naufragio colectivo.

Así, y para empezar, los “cotos” en todo dependen del automóvil e imposibilitan así casi cualquier otra interacción con la ciudad. Forman lunares impermeables en el tejido urbano que, sin la irrigación de la vida comunitaria, fácilmente devienen en zonas perjudiciales para el resto del organismo citadino. Segregan social y espacialmente, y exigen credenciales, registros y fotografías a quienes quieran entrar a sus ámbitos, olvidando que a sus propios habitantes, para ingresar al ámbito común, no les son exigidos tales requisitos. Practican lo que en el campo se conoce como “monocultivo” (exclusivamente “residencial”) y que causa el agotamiento y la esterilidad de la tierra, del contexto vital. Son lo opuesto a la vida a ras de calle -múltiple, variada, diversa- para la que es necesario un pacto de solidaridad y colaboración con la ciudad, el barrio, el vecindario, la cuadra.

Vivir a ras de calle es la opción que por milenios ha distinguido y hecho viable la vida en comunidad para los países con los que compartimos pasado y cultura. Y futuro. Es indispensable hacer lo necesario para volver a la esencia de la ciudad mexicana, latina y mediterránea, a la ciudad que por siglos fue -y a mucho orgullo sigue siendo, a pesar de los pesares- Guadalajara.

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