En memoria de Agustín Landa Vértiz, arquitecto (1951-2015)


Por: Juan Palomar

La memoria viaja treinta y tantos años atrás y encuentra a un joven arquitecto, de cara vivaz y gestos resueltos, enseñando su flamante casa en México. Era una construcción alargada, de doble altura, de modesto calado pero de reconcentradas ambiciones. Concreto, ladrillo aparente, libros, poco más. Pero la enjundia con la que el autor explicaba su obra revelaba desde entonces un entusiasmo sin límites, un brío que lo mismo lo llevaba a acordarse de Le Corbusier, de Kahn, del mismo Rossi, un afán casi pedagógico con el que ilustraba la esencia de su composición. Había sin duda talento, y mucho. Pero más había amistad, inquietud, ánimo alerta y combativo. Se llamaba Agustín Landa y era, desde entonces, uno de los arquitectos más dotados y significativos de su generación.

Acometió su carrera con singular denuedo. Fue también maestro ejemplar, afable, enérgico e inventivo (como no debería haber de otros). Desde sus primeras obras reveló una de las características que tal vez fueron centrales en sus empeños arquitectónicos: el rigor. Una implacable lógica estructural que casi siempre se lee con toda claridad en sus hechuras; un depurado manejo de la materialidad constructiva, un limpio tratamiento del detalle y sobre todo, una geometría en sus mejores momentos cristalina que le confería a ciertas obras una calidad clásica, intemporal.

Tampoco se trata de hacer aquí una hagiografía bobalicona: Landa tuvo, como todos los arquitectos de valía, resultados disparejos en algunas de sus intervenciones. En ciertas ocasiones, parecía que el exceso de una búsqueda de control total sobre la composición le confería a la expresión final una rigidez que luego fue superando, hasta llegar a los proyectos de madurez en donde encontró una suerte de conciliación entre el platonismo de sus principios y su manifestación en programas más o menos complejos.

Después de sus inicios escolares (Iberoamericana –también estudió en Inglaterra-) y profesionales en la capital, Agustín decidió continuar su carrera en Monterrey. La pujanza de esa ciudad fue un buen vehículo para proporcionarle encargos de mayor envergadura. Se puede decir con justicia que se ganó a pulso el prominente lugar que allá ocupó, tanto en términos profesionales como académicos. Hasta los tiempos recientes su despacho, en el que se respiraba un ambiente de intensa laboriosidad pero también de cordialidad y buen humor, ha llevado adelante una buena cantidad de trabajo, realizado con celo y alta calidad. Trabajo que, por lo demás, habrán de continuar, con parecido talento, su hijo y su socio.

Era interesante acompañarlo a revisar sus obras. Bien calado el casco de reglamento, recorría de punta a cabo la construcción en ciernes, poniendo atención a cada detalle pero resaltando con elocuencia las intenciones que más le importaban: las espaciales y expresivas. Más de algún maestro de obra temblaba a su paso; solía ser implacable con indolencias y errores. Pero también sabía establecer con los albañiles y contratistas un diálogo cordial y aún juguetón.

Era una grata costumbre terminar la jornada en la cima de una de sus obras destacadas: la terraza que corona la torre de un hotel que Agustín edificó hace algunos años. Las magníficas vistas logradas, y trabajadas por él con pericia, dejaban estupefacto a quien llegaba. Por un lado, un estanque en primer plano y la crestería imponente de la Sierra Madre; y por el otro, más agua y la extensión completa de Monterrey enfrente. Memorables conversaciones, alegatas, evocaciones, risas y brindis, planes para el futuro. El calor de la larga amistad, de los amigos y las cosas compartidas. Habrá que volver a esa terraza, volver a pedir tequila. Y volverse a acordar, a la salud de Agustín, de aquellos días, de cómo ahora deja entre nosotros una dolorosa y prematura ausencia, pero también una luminosa huella.