La ciudad y el jardín: requerimiento absoluto


Por :Juan Palomar

Hay una sentencia de Luis Barragán que, en su sencillez, implica todo un programa para la arquitectura y las ciudades. Dice así: “Hay que hacer que las casas sean jardines y los jardines casas.” Por supuesto que la idea va mucho más allá del ámbito meramente doméstico, pero parte de allí, de la casa como célula básica de una ciudad.

La hermandad entre habitación y naturaleza viene de lo más profundo del devenir humano. En la medida en que el hombre logró establecer condiciones para procurarse una morada cada vez menos rudimentaria pudo éste diferenciar su entorno y sus límites. Sin embargo, la memoria común a toda la especie de haber sido en un principio una parte integral del contexto natural, aprendiendo a alimentarse de animales y vegetales, amparada por la espesura de los árboles o por las cuevas, permanece en el fondo de la herencia humana.

Mezcla de gozo y precariedad, la primitiva estancia en la relativa intemperie y su gradual domesticación arraigó un sentimiento de una arcadia indisolublemente ligada a la esencia de la vida. De allí desciende, tal vez, la persistente inclinación de buena parte de los habitantes terrenales por amistar y procurar la naturaleza.

Las ciudades, en un principio, declararon su tajante separación de lo natural. Sin embargo, ya desde los babilonios y los persas hay constancia de la ordenada introducción de los jardines (naturaleza domesticada) en sus entornos. La milenaria tradición mediterránea de cultivar jardines –de la que somos herederos y copartícipes- junto con los antecedentes precolombinos en este aspecto, desembocó en México en una inveterada costumbre por acercar el dominio doméstico al natural a través de la presencia vegetal. Cualquier humilde jacal de nuestros campos, desde tiempos inmemoriales, se completa con el esmerado cultivo de huertas y plantas diversas. No se diga en las antiguas casas urbanas, humildes u holgadas, en las que la profusión vegetal estaba casi siempre presente en patios y corredores.

Las generaciones de arquitectos modernos del medio siglo anterior rompieron, sin mayor conciencia, esta línea genética. Basta ver, en gran parte de los casos, los “jardines” que proponían en sus obras. El espejismo de la era de la funcionalidad y de las máquinas tendió a dejar de lado semejantes preocupaciones. Esta desdichada tara llega con frecuencia a las hechuras más o menos arquitectónicas de nuestros días. Afortunadamente sin enterarse de modas y amaneramientos “de arquitecto”, las clases populares, hasta el día de hoy, cultivan y gozan sus plantas, como se hace evidente en cualquier recorrido por sus barrios.

Guadalajara es una ciudad cuyo benévolo clima ha propiciado una generosa presencia vegetal. En la época actual, este componente indisoluble del entorno urbano es absolutamente indispensable para combatir la grave contaminación en todos los órdenes. Pero es aún más indispensable para proveer otro componente esencial para las ciudades: la belleza. Esa que da serenidad, contemplación y gozo.

Quien de veras quiera ser arquitecto y hacer verdadera arquitectura tendrá, por fuerza y para su ventura, que ser también jardinero. Así, otro gallo cantaría en tantas intervenciones construidas, lastimosamente huérfanas de genuinos jardines.

En nuestro medio humano y climatológico, las casas, todas, debieran ser jardines –adecuados a sus características físicas. (Las azoteas urbanas son en muchísimos casos una gran oportunidad para ello. Y los patios y balcones…) Y la ciudad debiera ser un gran jardín de jardines en construcciones sensatas que sepan utilizar la enorme bondad vegetal de la naturaleza.

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