El equívoco de las zonas “exclusivamente residenciales”


por Juan Palomar Verea

Para mucha gente la calidad de vida tiene que ver con vivir en una casa que esté entre puras casas, entre más grandes mejor. A esto lo conocen como “exclusividad”. Y lo es. Tales lugares se excluyen de la verdadera vida urbana, del intercambio de saludos, pareceres y productos que por milenios ha caracterizado a la ciudad.

Se excluyen también de movilizarse en otra cosa que no sea el coche particular, el que a su vez se convierte en una cápsula excluyente que trata de no tener el menor roce con la realidad que atraviesa. Se excluyen de la alternativa de caminar al trabajo, al recreo, al comercio, al culto y demás actividades que constituyen la trabazón citadina.

¿De dónde viene esta curiosa noción de que perdiendo calidad de vida se gana más? ¿Del pretendido estatus, del miedo, de la imitación servil de otros modelos de vida?

Fue sobre todo en los Estados Unidos en donde se desarrolló la noción de suburbio. Lugares alejados de las zonas centrales de las ciudades, entendidas éstas como áreas de decadencia, contaminación, peligro, revoltura.

De allí, y paralelamente, el reinado del automóvil, y cuando los medios públicos ajustaban, la costumbre de ir y venir en trenes. Los commuters. Los desarrollos así conformados generalmente rebosan de hastío, son no lugares en los que un limbo de “confort” nubla la conciencia de las posibilidades que la vida urbana otorga.

La tradición de la ciudad según la que fue fundada Guadalajara atiende a la milenaria herencia mediterránea. En esa tradición la polis es el ámbito común en el que es posible la alternancia y la simultaneidad –bien ordenadas- de funciones.

Habitar, trabajar, jugar, estudiar, convivir. La tradición sajona apunta más, por lo general, al desarrollo lineal de las actividades, a un mayor individualismo, a una secuencia temporal que se contrapone a la vida más bien mixta de las ciudades latinas.

Es de la segunda tradición, la que excluye y separa, de donde emana la idea de alejar radicalmente la habitación –o más bien la pernoctación- de toda otra ocupación. Y así, en nuestro contexto, empezaron a producirse desde mediados del siglo pasado fraccionamientos que se anunciaban, como gran atractivo, “exclusivamente residenciales”.

No importaba si después de cuatro siglos Guadalajara y sus barrios hubieran demostrado contundentemente las ventajas (y menores desventajas) de constituir entornos integrados, conectados, casi siempre solidarios. No importaba –al revés- que se inaugurara así la esclavitud ante el auto.

Al poco andar se comprobó el problema: había que ir por todo lo que se necesitara, salir y desplazarse kilómetros para todas las actividades.

Por lo pronto, ciertas colonias “exclusivas” utilizaron a las colonias más próximas como sus abarroteras, sus centros de servicios, educación, etc. Es el caso de lo que le sucede en nuestra ciudad a la colonia Providencia respecto a Colinas de San Javier o Lomas del Valle. Pero el ejemplo cundió, agravado por lo que se conoce como los “cotos”.

Alguien debiera aclarar, en el imaginario de las clases medias, que las ciudades en donde mayor calidad de vida se obtiene son aquellas en donde es posible vivir con mayor conectividad, con accesibilidad a todas las alternativas urbanas, con un sentido vibrante y mixto de la convivencia. En donde se pueden hacer muchas cosas a pie, o en bicicleta.

Pero el tedio y la mediocridad de las zonas “exclusivas” o los “cotos” ya no se lo tragan las nuevas generaciones, prisioneras de las distancias, la atadura del coche, la uniformidad estéril. Cada vez más los jóvenes buscan mayor calidad de vida. Regresar a la ciudad.

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