¿No será bueno cerrar todas las escuelas de arquitectura?


Un examen sereno de las producciones arquitectónicas (¿o “arquitectónicas”?) de los últimos 20 o 30 años conduciría, sin duda, a conclusiones más bien deprimentes. Juzgando por los resultados desde el punto de vista del contexto urbano, las aportaciones recientes no han enriquecido ni animado la vida de las ciudades. Una edificación tras otra ha venido, más bien, aportando su contribución de vulgaridad y ruido visual a los entornos que requieren exactamente lo contrario. Hay que decirlo desde ya: Por supuesto que existen honrosas excepciones. Pero en general, lo que los arquitectos de las presentes generaciones (o quienes fungen como tales dentro de la ciudad formal) proponen a la ciudadanía es cacofonía, estridencia, exhibiciones narcisistas, modas adoptadas en determinada revista gringa de medio pelo y trasplantadas torpemente, imágenes captadas en alguna pantalla de internet y construidas de cualquier modo. El resultado está a la vista de todos: basta recorrer cualquier calle en donde haya habido actividad arquitectónica relativamente reciente, basta lograr entrar —no sin cierto temor— a algún “coto residencial” en boga, basta asomarse a lo que los medios electrónicos e impresos proponen como la última genialidad; como diría un amigo: como la última carcajada de la Cumbancha.

Para una ciudad, para todas las ciudades, la mediocridad arquitectónica y la fealdad son un veneno letal. ¿Entonces?

¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Qué está generando toda esta mala “arquitectura”? Como dirían los pretenciosos, es un asunto multifactorial. Pero uno de esos factores está en el nido mismo desde donde se genera mucha de esa deficiente arquitectura: las escuelas en las que esta disciplina se “enseña” y se “aprende”. Si además consideramos la enorme cantidad de escuelas de arquitectura más o menos ‘patito’ que hay en el país y las decenas de miles de egresados que de ellas emergen cada año, comenzaremos a dimensionar este aspecto del problema urbano-arquitectónico.

Otro amigo, este de México, propone una solución radical. Cerrar todas las escuelas de arquitectura del país y detener de tajo la explosión demográfica de “arquitectos” incapaces y hambrientos de notoriedad. Y, entonces, para quien realmente quiera ser arquitecto, plantear la siguiente formación: cinco años durante los que se estudie —paralela y concienzudamente— filosofía e ingeniería civil. Aprender a pensar y a construir. El humanismo y el rigor del número. Y luego, otros cinco años certificados trabajando en el taller de un arquitecto realmente capaz. Ya después, un examen riguroso y un proyecto de adecuada complejidad urbana-arquitectónica. Al final, se obtiene un arquitecto. La carrera no sería más larga que la de un buen médico. Y el asunto no es menos importante.

Es una solución radical, y posiblemente utópica. Pero su planteamiento sirve para ilustrar que el estado de la arquitectura que ahora se produce en México es insostenible. Y que la enseñanza de este arte debe reformarse de raíz. Por el bien de todos.