El albañil


albañilPor: Juan Palomar Verea

Estamos ya lejos del 3 de mayo. Razón de más para hablar del albañil, ese indispensable operario que ha acompañado el devenir de la raza humana. Miembro de una cofradía inmemorial, discreto protagonista de todas las construcciones de todos los tiempos. El albañil, sin embargo, no reclama mayor notoriedad ni brillo: una paga raramente justa y su tramo para trabajar. Es todo. Con sus manos, al limpio esfuerzo de sus brazos, ha levantado pirámides y catedrales, palacios y modestas moradas, puentes y presas, remiendos mínimos en viejas construcciones, banquetas, andadores. Ermitas junto al camino y nichos para la Virgen, rascacielos.

Llegan a la obra revestidos de la serenidad que les da el oficio. Parsimoniosamente se disponen a encarar el día, preparan sus instrumentos, aprontan los materiales. Una breve conversación con el Maestro de Obras confirma sus labores para el día. Consultan los planos, pero saben que su instinto es el principal guía de la jornada. Trabajan sin pausa y sin prisa, sabe que es así como las edificaciones toman una forma consistente. Conscientemente avanzan en sus labores, acumulan su destajo, reúnen tranquilamente su sustento y el de los suyos. Algunos son una especie de militantes de un orgulloso regimiento, volante y mercenario, que llega a las obras y se engancha, simplemente, “por el día”. Sus integrantes cumplen sus tareas, y al rendir la jornada, reciben su paga y desaparecen silenciosamente. Al otro día, incursionarán en otra obra, a la espera de un nuevo episodio –que puede no aparecer- que los mantenga a flote.

Pero la rutina manda la permanencia estable de las cuadrillas, con su precisa jerarquía de peones, medias cucharas y oficiales, todos bajo el mando más o menos férreo del Maestro de Obras, especialista en encontrar soluciones constructivas, en suplir las omisiones de ciertos arquitectos o ingenieros distraídos, ducho en concertar esfuerzos y en arbitrar conflictos, en hacer la vista gorda ante las crudas del san lunes o en reprimir de tajo inepcias, malhechuras  o insubordinaciones. Es como el capitán de un navío cuyos cimientos calan hondo y se asientan sólidos. Y que se construye mientras navega.

Pero consideremos la evidencia que da una imagen: es el albañil de siempre, en este caso captado a fines quizá del siglo antepasado. Pero es el mismo. La dignidad de su porte es absolutamente natural, como lo es la elegancia de su indumentaria, la belleza de sus instrumentos de trabajo. El mandil práctico y curtido por la brega, el sombrero bien calado, los recios zapatones. En una mano sostiene la cuchara, de la otra pende la fiel plomada. A un lado descansa la escuadra y del otro el balde espera su cotidiana carga.

Saludemos aquí, en esta cara anónima y decidida, a quien supo darle a las piedras que yacen a sus pies sentido y sitio en la fábrica de un muro que ahora resiste, honradamente, el paso del tiempo. Saludemos aquí al noble gremio cuyo oficio hace posible y real los albergues para la vida que sucede.  jpalomar@informador.com.mx