El problema de poner algo en la calle


Por: Juan Palomar

Dos temas que han ocupado a los medios locales hablan sobre el mismo asunto: en el ámbito de la ciudad, ¿quién pone qué dónde? Por un lado, se ha discutido la conveniencia o inconveniencia de aceptar dentro del dominio público a una larga serie de esculturas que aparecieron sobre el camellón de la avenida Guadalupe. Por el otro, EL INFORMADOR publicó un interesante reportaje sobre los memoriales a gentes desaparecidas que surgen en distintos puntos de la urbe.

Son casos distintos y sin embargo comparten algo fundamental: la necesidad por parte de sus autores por decir algo en el ámbito público, por hacer visible un impulso vital que intenta llegar con su presencia a la conciencia de los demás habitantes. Y recordemos que la ciudad es, por esencia, el terreno de la comunicación y el intercambio, que ésta solamente significa algo para sus usuarios si son capaces de interpretar sus mensajes o sus contenidos, y –cosa que ocurre con menor frecuencia- si son capaces de dejar dichas las cosas que realmente les importan.

De allí la relevancia del arte público, de los monumentos: dicen (o deberían decir) cosas en donde la comunidad se puede reconocer, en las que encuentra una expresión común capaz de perdurar a través del tiempo y de las frecuentes mudanzas de los entornos urbanos. De allí, también, que importe mucho que la calidad de dichas piezas de arte público, de dichos monumentos, sea la mejor posible. Sólo esto puede asegurar su final pertinencia, su validez como expresiones de la ciudad para sí misma y quien la visita. Por lo tanto, cada nueva intervención deberá ser analizada por una comisión oficial adecuada y sancionada por el cabildo municipal.

De más está decir que las calles están llenas de tiliches y estramancias que nadie debió haber autorizado, o que simplemente fueron puestas allí sin preguntarle a nadie, y menos a la autoridad. Todos los intereses comerciales y sus anuncios fuera de norma han contribuido a la contaminación visual y a la confusión que reina en tantas de nuestras calles.

La hilera de esculturas de la avenida Guadalupe debe de pasar por el proceso mencionado: que su hipotética instalación sea estudiada por una comisión apropiada, y que los vecinos sean tomados en cuenta. Si verdaderamente valen la pena, serían una contribución para el entorno. Si no resisten una rigurosa evaluación, deben de regresar o permanecer en espacios privados.

En cuanto a los memoriales de personas caídas en el ámbito de la ciudad, es preciso decir que estamos ante un caso distinto: el de la piedad personal o familiar que encuentra consuelo en la señalización pública de la memoria de los desaparecidos. Esta costumbre se enlaza con tradiciones inmemoriales que siembran de cruces todos los caminos y, ciertamente, toca fibras que se pueden considerar universales. Habría que tener un margen de permisividad para estas expresiones, y sin embargo, normar mínimamente su instalación y cuidados.

Pero, nunca será demasiada la insistencia, es preciso cuidar, cada vez, la cara más visible de la ciudad: sus espacios públicos.