Despidiendo a Marco Aldaco


Juan Palomar Verea

Ciertamente, nos estamos quedando sin maestros. Es la vida, pues, pero ha sido uno tras otro. Marca una definitiva ruptura en la arquitectura de Jalisco (y de la del Occidente del país, por lo menos), la muerte de Ignacio Díaz Morales, en 1992, si la memoria no falla. Siguieron, sin estar seguros del orden, Salvador de Alba, Alejandro Zohn, Gonzalo Villa Chávez, Julio de la Peña, Ricardo Legorreta, recientemente Humberto Ricalde y ahora Marco Aldaco.

Todos ellos eran referentes obligados para la arquitectura nacional, aunque el tradicional provincianismo chilango no esté demasiado enterado. Arquitectos que fueron capaces de tener una postura propia y original frente a la arquitectura, y que ejercieron un claro magisterio, ya fuera en las aulas y/o simplemente en su actividad cotidiana. Gentes que supieron llevar una vida en la que la vocación por su arte se conciliaba, casi se confundía, a veces no sin ciertos predicamentos, con los demás campos vitales. El caso es que, a estas alturas se cumple un relevo generacional y, considerando el panorama general, nos hemos quedado apenas con unas cuantas figuras mayores que aún marcan el incierto territorio arquitectónico.

Marco Aldaco fue un arquitecto de un rarísimo talento. Fuera de los lugares comunes que se han dicho sobre él, es preciso acordarse de su temperamento esencialmente artístico y de la primordial, brillante sencillez con que encaraba su quehacer en los diversos terrenos que frecuentó. Oírlo hablar era una delicia. Una vez, frente a un azorado grupo de estudiantes, relató la manera como los indios yaquis le enseñaron a cazar el venado. “Mira, decía su maestro, se trata de agacharte y poner el arco lo más bajo posible, paralelo al suelo, apuntar y disparar: verás cómo la flecha irá siguiendo el relieve del terreno, y seguro dará en el blanco.” Al calor de los tequilas la plática iba derivando siempre por la búsqueda de la elusiva belleza. En todos los campos.

Alumno predilecto de Díaz Morales, Aldaco nos enseñó a todos la lección absoluta de la sensualidad gobernada sabiamente por la razón. Sus espacios trascendían, en sus mejores casos, hacia un refinado erotismo que impregnaba ciertos ámbitos con presencias insospechadas. Hay quien está tocado, irremediablemente, por la gracia. Marco se fabricó inconscientemente, desde hace muchos años, una leyenda en vida. Entre los compañeros de la escuela se contaba la manera como el arquitecto, una vez que recibía el encargo, se iba al sitio a pernoctar a suelo raso, a entender con cuerpo y alma el lugar, a impregnarse del espíritu que allí prevalecía. El hecho de que le haya proyectado a personajes más o menos adinerados es irrelevante frente a la calidad que lograba en sus hechuras. Más importante es su ejemplar manera de utilizar los materiales, de aprender de los artesanos y a la vez de enseñarles nuevas alternativas, de situarse frente al paisaje y apoderarse magistralmente de él. Sus dibujos –incluidos sus planos hechos a mano- son absolutamente deliciosos. Dejó, quizá sin proponérselo, escuela. Su más aventajado discípulo fue sin duda el siempre lamentado arquitecto Gabriel Núñez Chávez.

Queda el recuerdo de alguna tarde perdida en su casa de Lomas del Valle. Frente a la magnífica pérgola que parte de la estancia, el arquitecto discurría sobre el arte. Procedió a hacer, con inusitado vigor, un retrato a la acuarela. Luego mostró una serie de espléndidas cerámicas que representaban un ave, gordita y sensual. Desde una repisa, la cabeza de una de ellas, sobreviviente de aquella memorable y movida sesión, mira cómo se intenta dejar aquí un homenaje y una despedida a Marco Aldaco, uno de los mayores arquitectos de Jalisco, de todos los tiempos.