El Fondo de Cultura Económica: responsabilidad de un edificio público


Por Juan Palomar.

Los edificios públicos, obviamente, son propiedad y patrimonio de todos. Y a todos nos deberían de importar. Son, o deberían ser, piezas durables en la ciudad. Su proyecto y manufactura deberían siempre ser de la mayor calidad y esmero. Su manera de enclavarse en la urbe debería ser motivo de gran cuidado de manera que, sin excepción, contribuyan a “hacer ciudad”. ¿Qué se quiere decir con esta característica que últimamente se enuncia como un desiderátum de cualquier arquitectura?

Se quiere decir que la nueva pieza arquitectónica logre integrarse armoniosa y adecuadamente con su entorno urbano y, más importante, le otorgue a su ámbito una contribución en forma de propositiva presencia pública, cuidadoso tratamiento de banquetas y servidumbres y una fresca interpretación formal de su función que agregue riqueza a la narrativa que significa todo contexto citadino.

Además, debería ser norma obligatoria que todos los edificios públicos estén densamente vegetados: en banquetas, servidumbres, patios y azoteas. Esto para ejemplificar frente a la ciudadanía diversas soluciones y alternativas ante la urgente necesidad de aumentar nuestras áreas verdes y contribuir lo más posible a combatir la agobiante contaminación. (Además de procurar ahorro de energía y agua).

Un buen ejemplo de edificio público lo constituye la librería del Fondo de Cultura Económica ubicada en la Avenida Chapultepec, entre López Cotilla y La Paz, al remate de la Avenida Libertad. A partir del cascarón de un viejo edificio de la factura de Julio de la Peña, los arquitectos Santacruz y Martín del Campo lograron, hace aproximadamente una década, una eficaz transformación. De esta manera, la edificación cumple con las funciones del Fondo (librería, foro, oficinas, etc.), y resuelve su fachada con una atinada presencia contemporánea que es ya una de las notas características de la vieja avenida.

Un aspecto, sin embargo, muestra una clara deficiencia. Contrariamente a lo que el proyecto de arreglo dictaba, la servidumbre está ocupada por cuatro o cinco “cajones” de estacionamiento cuyos coches frecuentemente invaden la banqueta y restan considerable presencia a la librería. Es preciso avanzar en la idea —ya esbozada por los responsables del Fondo, quienes recurrieron atinadamente a los mismos arquitectos— de integrar una terraza destinada a ser un café en el frente de la construcción, ocupando la servidumbre. Esto le daría una mucho mayor prestancia al Fondo (y una buena renta) y colaboraría a mejorar el contexto urbano inmediato. Los coches tienen amplias facilidades de estacionamiento en el vecino edificio de López Cotilla y Lafayette.

Esto es un asunto público, como, lo repetimos, es el edificio del Fondo. Esta institución pondría así un encomiable ejemplo que podría, por ejemplo, seguir la Secretaría de Desarrollo Económico que está a la vuelta por López Cotilla, retirando una estorbosa trabe que invade la servidumbre y descompone fuertemente la perspectiva de la cuadra. Es preciso exigir a nuestros edificios públicos que, siempre, contribuyan a “hacer ciudad”.