Una arquitectura que cura y no daña


Centro de salud de L’Aldea, en Tarragona, de Olga Felip y Josep Camps. / PEDRO PEGENAUTE

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El lugar, sí, define el contexto y arraiga el edificio. Pero también lo invisible en ese espacio: las costumbres, la memoria, los usos y hábitos de los ciudadanos. Incluso los anhelos. Y las propuestas: la enseñanza, la educación y el camino que quieran abrir los arquitectos . Todos esos factores forman parte del contexto. Y una generación de proyectistas está demostrando con sus trabajos que los edificios pensados atendiendo a ese suelo crecen al tiempo que los usuarios. No hablamos solo de emplear los materiales locales, tampoco de momificar la tipología del lugar, se trata de entender ese sitio como algo vivo, de que la arquitectura ayude en lugar de imponerse, de que un edificio pueda madurar: cambiar además de permanecer.

El tratamiento recuerda al que precisamos al enfermar. No nos basta con un vistazo para averiguar una aflicción. Es necesario encontrar la raíz del mal o prever el posible mal pero también lo es buscar el bien, la mejora, lo que el ciudadano valora. Adoptando el punto de vista del usuario, los contextos se multiplican. Habla la historia, deciden las ubicaciones y las tramas urbanas, pero también encuentra voz lo que no se ve y contribuye a construir . Una arquitectura que tiene en cuenta todos esos factores difíciles de ver se reserva un papel de aliada que los edificios de impacto difícilmente pueden conseguir. Los inmuebles que nacen de estudiar, no solo de visitar, el lugar ofrecen, a veces desde su extrañeza, cercanía por encima de admiración. El nuevo triunfo de la arquitectura parece más modesto, pero es, en realidad, mucho más ambicioso.

L’Aldea, un pueblo que da entrada al delta del Ebro en el extremo sur de Cataluña, es poco más que edificios a dos lados de una carretera nacional que lo atraviesa -como una infinita calle mayor- y arrozales planos que cambian de color con el paso de las estaciones. Así, dos órdenes geométricos contribuyen al desorden del lugar. El asentado de la agricultura contrasta con el abstracto –y deslavazado- de la trama urbana. Desde esa topografía plana, el edificio de un nuevo centro de salud, ideado por Olga Felip y Josep Camps (Arquitecturias) trata de dar respuesta a esas dos organizaciones. Y a todo lo que no es arquitectura y paisaje y, sin embargo, define la vida en el pueblo. De un lado, la fachada principal se levanta como una de las torres de vigilancia de la desembocadura del río Ebro. De otro, el edificio se encierra, más para no molestar que para explotar su introversión, afirmándose en medio de muy poco.

El inmueble trata de borrarse para poder adaptarse a lo que pueda llegar en el futuro. Y en esa presencia desdoblada –significándose y, sin embargo, conteniéndose- trata de reparar un fallo habitual en muchos edificios en el límite de las poblaciones. En el extrarradio de una ciudad, o junto a un barrio por definir, ante la duda del urbanismo futuro muchos inmuebles se repliegan, se recogen, se hermetizan. No sucede lo mismo con este centro de salud. Aquí la fachada alta trata de compensar esa introversión. Es la cara pública, la que habla a los enfermos. Tras ella, el edificio rebaja una planta. Las consultas ocupan un espacio de una única altura que, de nuevo, busca fundir el edificio con lo que hoy es su contexto: la horizontalidad de los arrozales.

La fachada de doble altura es una decisión radical, tanto que parece plana, casi un decorado: el anuncio del dispensario. La otra idea que da fuerza al edificio es el empleo de un único material, el aluminio, para cerrar el inmueble y acotar el solar. Ese material refleja la luz y la matiza en el interior. La homogeneidad rota por un gesto, solo uno, que no lleva la firma de los arquitectos, busca afirmar al edificio ante los vecinos. La salud cobra importancia; los arrozales, también.