Historia de una barda


Por Juan Palomar Verea

Esta es una historia de algo aparentemente intrascendente que acaba por dar al traste con un buen patrimonio. El patrimonio que significa tener un rincón de la ciudad con dignidad y calidad, el que –frecuentemente ignorado- hace de un lugar algo grato y deseable o algo hostil y decadente. Es la historia de un muro de adobe.

Es un muro de unos cien años de existencia, que limita el jardín, que da a dos calles, de una casa porfiriana en las colonias. Durante muchos años fue cuidado con esmero. Unas enredaderas crecieron a lo largo del tiempo y lo cubrieron completamente por dentro y por fuera. Para las banquetas, era lo mejor que les podía pasar: una barda verde y fresca, que hacía del tránsito a su lado una agradable experiencia. Además, nadie la grafiteaba nunca, no había necesidad de pintarla ni de arreglar los desperfectos del enjarre. En el paisaje circundante constituía una buena contribución a la armonía y al orden visual. Las banquetas estaban bien barridas y mantenidas. Todo muy bien.

Pero sucede que la casa cambió de destino y se optó por ocupar parte del terreno con un estacionamiento de piso. Por uno de esos inaprensibles motivos de la tontería, durante los arreglos consecuentes se dejó secar lastimosamente a las enredaderas que habían tardado decenas de años en crecer. Acto seguido, en vez de intentar salvarlas se las cortó de tajo. Resultado: una barda gris y desconchada muestra su estólida presencia por dos banquetas. La apariencia de las calles referidas es más triste y más decadente, la casa misma, por lo mismo se demeritó en presencia y valor. El grafitti apareció de inmediato, con peculiar intensidad. Las llagas de la barda lucen en su esplendor. Contagiadas de deterioro, las banquetas son mal barridas y lo que antes eran jardines ahora son unos lotes baldíos largos llenos de basura y botellas de refresco vacías.

Los dueños pueden darse por bien servidos: lograron, con un solo movimiento, degradar el barrio, agredir a los peatones con descuido y sordidez y demeritar una propiedad importante. Los actuales inquilinos, que capaz que ni el lugar conocían, parecen impermeables al decoro urbano. Todo por una enredadera… y lo que de su valoración y conservación se desprende.

Las ciudades están llenas de detalles como el que representa esta barda. Nada es gratuito. Las consecuencias de las malas decisiones se encadenan fatalmente. La decadencia es sumamente pegajosa y aprovecha todos los resquicios. Es muy común creer que algo como una enredadera, que tomó setenta u ochenta años en tomar su lugar y que ocupó los afanes de varios jardineros durante muchos años, carece de valor y de sentido. Es necesario tomarse el trabajo de valorar las cosas, de respetar los legados del pasado, de tener miramientos con los cuidados de gentes que nos precedieron.

Guadalajara basa su calidad en la consistencia de miles de medidas sensatas y amables como la barda de las enredaderas. Es importante entenderlas, defenderlas. Y hacer más.

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