Arbolado y ciudadanía


Por Juan Palomar

Dentro del ámbito de una ciudad todas las acciones realizadas por sus habitantes tienen una cierta repercusión. La vasta química de las reacciones que se da en los contextos citadinos va generando medioambientes con un mayor o menor grado de adecuación a la vida de sus moradores. Y pocos actos concretos tienen la trascendencia y el alcance de plantar un árbol.

Plantar un árbol es una acción específica y limitada. Escoger un ejemplar de talla razonable, de una especie adecuada, ubicado en un lugar que asegure su supervivencia y para el que el nuevo poblador represente una mejora: tales son las condiciones que hacen viable una plantación arbórea. Y sin embargo, de estas sencillas premisas se puede derivar un beneficio mayor, al multiplicarse, para toda la comunidad.

Por eso, plantar un árbol es un ejercicio eminentemente ciudadano. Plantea, desde el individuo, una propuesta general para la ciudad: mejorar su entorno, confiar en su sustentabilidad, apostar por su futuro mediante una medida concreta. Y mantener luego una actitud vigilante y crítica: asegurarse así de que una voluntad tangible y expresada mediante un ser viviente tenga viabilidad. Por eso cada árbol plantado de manera consciente y responsable contiene una carga de civilidad que, multiplicada, encierra un gran poder transformador respecto a la sociedad. Es una elección ética con grandes efectos estéticos y ambientales.

La zona metropolitana de Guadalajara enfrenta, como bien se sabe, graves retos ambientales. Cada metro cuadrado de áreas verdes, cada metro cúbico de biomasa forestal son necesarios para combatir los desequilibrios causados por la creciente contaminación. El aspecto fisonómico tiene la mayor relevancia: los árboles urbanos poseen la potencialidad de mejorar radicalmente sus entornos y conferir así a éstos cualidades espaciales capaces de convertirlos en lugares deseables y recordables. El tejido de estos lugares permite entonces reconstruir los lazos de los individuos con su ciudad y sus barrios, promueve la identificación y la solidaridad comunitaria.

Contemplar un árbol puede ser una invaluable lección. Es comprender como un prodigioso designio vegetal se mantiene y perdura; es adentrarse en una vocación de discreta compañía, de prudente espera laboriosa; es entender un sistema tolerante y afable en el que aves e insectos encuentran su refugio; es considerar la belleza que se da con naturalidad y gracia, la sombra bienhechora que sabe hacer mejores los días y más grato su tránsito; es tomar en cuenta los esfuerzos –que trascienden las generaciones- de quienes alguna vez lo plantaron, es unirse así al paso y el talante de las gentes que, desde cada árbol, quisieron una ciudad mejor.

Los árboles de la ciudad hablan por todos. Y lo que dicen siempre es una buena noticia, una historia de continuidad, de esfuerzo y de vital sabiduría.

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