Cuando la novedad era buena noticia


Juan Palomar Verea

Hace unas semanas se presentó en la ciudad de México un libro muy significativo para la historiografía de la arquitectura moderna en nuestro país. Y esto, a pesar de que entre los ejemplos ilustrados son contados los que se ubican fuera de la capital. Se trata de la edición facsimilar de Arquitectura moderna en México (1961), debido al arquitecto Max Cetto y muy meritoriamente editado ahora por el Museo de Arte Moderno.

El arquitecto Max Cetto (1903-1980) había abandonado su natal Alemania en 1938 y se había radicado en México a partir de 1939. Así, fue a la vez testigo y protagonista de la eclosión de la arquitectura moderna en el país. El libro ilustra una larga serie de ejemplos de esta pujante tendencia que por las décadas intermedias del siglo XX encontró en México un fértil terreno de desarrollo. Los ejemplos ilustrados van de 1940 a 1960 e incluyen casos tan significativos como el fraccionamiento del Pedregal de San Ángel (1949), la Ciudad Universitaria (1953) o Ciudad Satélite (1958).

Ahora bien ¿por qué un libro editado hace más de medio siglo es relevante para la historia y para la arquitectura de Guadalajara, ciudad que no es siquiera mencionada en el volumen? En primer lugar porque la segunda ciudad del país encontró una similar tierra de promisión en las doctrinas que preconizaba la arquitectura moderna: la atención a la función como generadora de correctas soluciones, el uso de los nuevos materiales y técnicas como ejes expresivos, la tabla rasa con respecto al pasado como condición de la deseada novedad.

Hacia el primer tercio de los años cincuenta comenzaron a egresar los primeros alumnos de la reciente Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara. Ellos, junto con sus maestros, habrían de aplicar en Jalisco parecidos principios a los que regían la obra reseñada en Arquitectura Moderna en México. Un desarrollo en particular constituyó el campo propicio para muchas de las primeras hechuras de esta generación: Jardines del Bosque, proyectado hacia 1957 por Luis Barragán. Está pendiente un deseable catálogo de las obras relevantes que aún subsisten en este fraccionamiento.

De memoria se puede decir que, con los énfasis propuestos por Díaz Morales y sus discípulos en cuanto a la atención a la climatología y los materiales regionales, existió un conjunto consistente de obras que profesaban un refrescante optimismo y una creencia, ahora muy eclipsada, en la fuerza de la novedad como fuente de inspiración y guía para los retos a acometer.

Una lectura ponderada de las hechuras del pasado reciente, similar a la que el libro de Cetto propone, es una asignatura por seguir trabajando para el contexto jalisciense. De ella podríamos obtener algunas claves que posibilitaron la construcción, durante los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, de algunos trazos para una nueva ciudad racional y sensata, aún con la grave limitación de la amnesia histórica que tantos años tardaría en ceder. Un quiebre aún por dilucidar sobrevino años después. Distantes ya más de medio siglo de ese espíritu, corresponde a las actuales generaciones sacar sus cuentas y establecer sus propias condiciones frente al futuro.

jpalomar@informador.com.mx