Resiliencia de la ciudad


Juan Palomar Verea

Resiliencia de la ciudad

Es una palabra extraña. La resiliencia es un término que se usa en psicología para nombrar “la capacidad de una persona o de un grupo para seguir proyectándose en el futuro a pesar de acontecimientos desestabilizadores, de condiciones de vida difíciles y de traumas a veces graves.” Ahora que acabamos de celebrar el aniversario 470 de Guadalajara no está de más reflexionar acerca de la capacidad de esta ciudad para soportar a la adversidad y aún sobreponerse.

La historia de las desgracias tapatías arranca desde la fundación misma de la ciudad, que tuvo que ser emplazada cuatro veces para evitar la adversidad. La lista es larga: hambrunas, pestes, temblores, asonadas y revueltas, destrucciones diversas, explosiones… Y otras desgracias que no se manifiestan puntualmente, sino que se amparan de la ciudad gradualmente: es el caso de los vastos asentamientos precarios e irregulares que representan un agravio para sus propios habitantes y una pesada carga para toda la urbe; o la muy cuantiosa destrucción del patrimonio arquitectónico y urbano que en nombre de la “modernidad” se le infligió a los entornos tradicionales de la ciudad durante decenios.

Otra desgracia continuada y sumamente dañina es la del deterioro ambiental y la destrucción del territorio y los recursos naturales del contexto donde Guadalajara se asienta. No por gradual y disperso, este deterioro afecta menos a toda la ciudad y a sus habitantes. La muy deficiente movilidad que padecemos atenta también, de unos años a esta parte, contra la calidad de vida de toda la población. Contrastan estos procesos con hechos específicos y puntuales como las explosiones del 22 de abril de 1992 y sus secuelas que aún duran.

Lo notable y muy ponderable de Guadalajara es que, a pesar de todas estas adversidades, la ciudad ha seguido su marcha y, mal que bien, ha logrado sobreponerse a “estos traumas a veces graves”. Ciertas encuestas nos informan que una gran mayoría de los tapatíos dicen encontrar a la vida en la ciudad satisfactoria. Algo existe en esta construcción colectiva y cambiante que celebramos cada 14 de febrero que quizás se parezca al término resiliencia. Algo que es difícil de precisar pero que hace viable y aún disfrutable vivir aquí. Algo que tiene que ver con esa ánima, ese genio y figura de los que Agustín Yáñez hablaba.

Encajar los golpes, negociar con los reveses, enderezar a cada vez el camino, no perder el rumbo. Pero también cuestionar lo que sucede, buscar alternativas, innovar soluciones, inventar, recomponer tejidos y campos, levantar cosas nuevas. Tal es el no sólo el complemento, sino parte fundamental de la resiliencia famosa.

Ciudad que resiste y ampara a sus habitantes, que guarda un sustrato vital e irreductible, que a pesar de todo se mira “en su espejo diario.” Y dura.

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