“Uno proyecta edificios como es”


Entrevista en: El País

Ningún joven proyectista español ha ganado más premios que él en los dos últimos años. José María Sánchez García (Don Benito, Badajoz, 1976) cumplirá los 35 en diciembre, aunque en su profesión la juventud se extiende hasta los 50. Lleva cuatro al frente de un estudio que el año pasado fue nombrado por la revista Architectural Review el emergente más prometedor del mundo. Esta primavera se hizo con el premio joven de la Bienal de Arquitectura Española. Y todo esto con unos proyectos sobrios y austeros.

Su estudio, en la calle de la Princesa de Madrid, es pequeño, pero se agranda con las vistas. No hay tabiques ni paredes: solo una fachada de cristal con vistas que sobrevuelan por entre las azoteas de la ciudad hasta dar con la silueta del Palacio Real y la Torre de Madrid. Entre cuatro mesas blancas largas y sillas plegables de Ikea, la media de edad de quienes trabajan allí no llega a los 30 años. Nadie lleva chaqueta. Los vaqueros parecen el uniforme oficial. Pero no son informales. Nadie levanta la vista del ordenador mientras su jefe habla de su pueblo, su novia o los años que pasó en Suecia.

Es el arquitecto joven español más premiado y es más cauto que revolucionario. ¿Se debe ser prudente para llegar lejos? No sé si ser prudente es una virtud en arquitectura, pero sé que nos tomamos la profesión con mucho respeto. Dedicamos mucho tiempo a cada proyecto. Los planteamos desde el lugar donde se ubican y desde sus limitaciones. Eso nos lleva a trabajar con los pies en el suelo. Buscamos una arquitectura natural. Y siendo así puede parecer menos arriesgada.

¿En arquitectura no hay necesidad de cambiarlo todo para llegar lejos? Dar un pasito en la arquitectura, o en cualquier campo de la cultura, es muy difícil. Ante la sociedad tenemos la responsabilidad de ser críticos, de cuestionar lo que no funciona. Pero lo que proponemos debe funcionar también. Y creo que lo que se asienta en los lugares es lo más natural. Al final, el proyecto parte de la tierra y debe pertenecer a ese lugar. Cuando el arquitecto aparece demasiado en su obra, el edificio tiende a desarraigarse del lugar. Construimos nuestros proyectos para que se queden, no para anunciar que hemos llegado. La arquitectura con firma no me interesa.

¿Por qué no? ¿Por educación? ¿Por carácter? ¿Por decisión? Por una mezcla de todo. Lo que diferencia a un arquitecto de otro es la parte que tienen los arquitectos antes de serlo, las experiencias previas, que terminan definiendo tu trabajo.

¿Se refiere a la infancia? Y a la juventud. Las mías, muy ligadas al campo, a un pueblo, a otros oficios que poco tienen que ver con la arquitectura. Yo con 18 años apenas había salido de Extremadura.

¿Y eso se nota en lo que hace? Creo que la forma en la que proyectas es la forma en que eres. Y entiendo que la persona se forma antes de ser arquitecto.

¿Y cómo se formó? En un pueblo, Don Benito. Haciendo vida de campo. He pasado mucho tiempo allí, entre cultivos y jugando en la calle. Yendo en bicicleta al colegio y jugando a las canicas. Me he criado en una casa de bóvedas con patio. Con habitaciones sin ventanas que ventilaban al pasillo. He crecido con una forma de vida muy alejada de la vida urbana.

¿Por qué quiso ser arquitecto? Yo no conocía lo que era un arquitecto. Bueno… siendo el mayor me tocaba ser ingeniero agrónomo, como mi padre, pero mi madre… pudo tener algo que ver. Pinta desde hace mucho y como pasaba tantas horas con los tres hermanos, eso termina por pegarse. Hice las pruebas de ingreso en Bellas Artes y aprobé. Pero a ella le dio miedo que cogiera una rama radical del arte y me insistió -me insistieron los dos- en que hiciera arquitectura. Al final, mi hermano es ingeniero agrónomo y hay dos arquitectos en la familia. Mi hermana pequeña también estudió arquitectura.

¿Tiró de ella? Empezó interesándose por moda y diseño y terminó en arquitectura.

La cautela reina entonces en la familia. Creativos, pero serios, con una profesión con valor de uso. Hemos sido buenos estudiantes, serios, constantes.

¿Estudiaban en colegio público? Privado. El Claretiano. Más que por ser religioso, porque era un buen colegio: un centro con 2.000 alumnos en un pueblo de 25.000. Era un referente en la comarca.

¿Hoy día es una persona religiosa? No mucho. Religioso, pero no practicante. Como era y es mi familia.

Cuando empezó a estudiar arquitectura, ¿le chocó el mundo endogámico que era? Hasta hace poco era difícil encontrar estudiantes que no tuvieran un familiar arquitecto… Sí, pero en realidad todo me sorprendía. Acabé primero de carrera y todavía no sabía de qué iban los estudios. No tenía referentes de ningún tipo.

¿Quién o qué le hizo entender lo que es la arquitectura? Uno rechaza lo que no entiende. Y luego, cuando madura, eso aflora. No recuerdo qué profesor nos dijo: “Los profesores que ahora menos os interesan pasará el tiempo y volveréis a pensar en ellos”. Algo de eso sucede. El aprendizaje no es inmediato. Tienes que ir asimilando. Y en arquitectura asimilas sobre todo cuando tienes que enfrentarte a la construcción: cuando pasas del papel a la obra. Supe lo que era cuando, sin haber terminado la carrera, tuve la oportunidad de dibujar unas oficinas gracias a mi padre. Recuerdo un día cuando llegué en el autocar que me llevaba de Madrid al pueblo. Desde la ventana vi allí plantada una estructura metálica que yo había dibujado. Pensé: “Esto va en serio”. Lo que había dejado en un papel había quien se había molestado en ejecutarlo. Y estaba construido. Casi no lo reconocía…

¿Le llenó de responsabilidad? Ese choque fue importante. El paso de las ideas a la realidad es fundamental. Un edificio provoca reacciones en el lugar, en la gente…

¿Está cambiando el mundo de la arquitectura? Mucho. Durante décadas fue un mundo elitista en el que los trabajadores eran considerados aprendices y muchas veces no cobraban.

Eso no ocurre en otros ámbitos. Pero está cambiando. La arquitectura de autor ha muerto. En España más que en ningún otro sitio. Cada vez somos más responsables. La sociedad nos exige y nosotros debemos exigirnos también tener compromisos no solo arquitectónicos, también sociales y de gestión. Es una falta de respeto pensar que una persona pueda trabajar por amor al arte. Es faltar el respeto a la persona y a la arquitectura. Esas carencias están cambiando.

¿La reacción a la arquitectura espectáculo ha marcado mucho a su generación? Sí. Hemos buscado hacer lo contrario. Pertenezco a la generación que ha pasado del paralex y el tiralíneas al autocad. Vivimos el florecimiento de las revistas de arquitectura y la llegada de los iconos arquitectónicos a la prensa. Así, nos formamos con una presión terrible para ser genios, pequeños geniecillos, y para tener como referentes a las grandes obras.

¿Por qué querían formarles como genios? Creo que era una deformación. No sé si los referentes que nos presentaban eran los de los profesores que nos formaban o si lo que sucedía es que nos formaban para ser de los grandes, ya que ellos no habían podido llegar a eso. No sé bien la razón. Pero el ambiente en la escuela de Madrid era el de buscar al genio. Igual en Sevilla era distinto. El caso es que al ir acabando la carrera se produjo la reacción. El mundo no era como nos lo habían contado. El resto de la sociedad no precisaba tanto espectáculo. Puede que fuéramos los primeros en reaccionar.

Hace siete años, usted ya hablaba de reparar y limpiar en su proyecto de adecuación del templo de Diana, en Mérida. La arquitectura va por delante. Lo que hoy vemos construido se ha diseñado muchas veces diez años antes. Hay que esperar permisos, financiación, oportunidad…

¿El carácter cauto de su arquitectura es entonces una cuestión de miedo a equivocarse o de respeto? Miedo no. Y respeto… sí. Pero la palabra quizá sea más rigor. En cualquier campo laboral existen responsabilidades. Y la nuestra conlleva cierto riesgo. Al final, los proyectos que te interesan son los que no funcionan del todo, los que tienen margen para mejorar, pero compensan. El Panteón de Roma recibe luz por un óculo maravilloso. Pero no funciona del todo bien.

¿Y cómo se le explica eso a un cliente? No es fácil.

Esa idea de tener que aguantar incomodidades para lograr la mejor arquitectura ¿no forma parte del ideario de la arquitectura estrella? La arquitectura no puede responder a todos los problemas. Muchas veces se nos pide que hagamos un edificio y que ideemos el programa de usos. Otras se debe empezar a proyectar cuestionando el programa. Muchas veces piden más salas de las necesarias. O se olvidan de otras necesidades. Hay casos famosos en la historia en los que los dueños olvidaron el restaurante de un hotel y el arquitecto le encontró luego espacio. Nosotros cuestionamos las cosas. Eso es fundamental para que funcionen. Pero la arquitectura debe aportar algo más que que las cosas funcionen.

¿Qué es ese algo más? Es indefinible porque varía. Pero es lo que convierte un sitio en un lugar especial.

Los arquitectos solían empezar a trabajar a partir del encargo de un familiar: una casa o la reforma de un baño, según las posibilidades. ¿Sigue funcionando así? Cada vez menos. Esa es la línea clásica. Pero los jóvenes buscamos dar el salto a través de un concurso. Solo hay que ver la cantidad creciente de gente que se presenta a los concursos. Tengo compañeros jóvenes que les dedican un tiempo abismal. Es una locura porque ese esfuerzo suele ser en vano y no está retribuido. Pero la posibilidad de ganar puede cambiar tu vida.

Usted combinó ambos: el concurso y el pequeño encargo familiar. Sí, hice unas oficinas sencillas -de estructura metálica y paneles sándwich- y concursé con otro compañero, Domingo Fernández, para la casa de la cultura de Miajadas (Cáceres). Lo ganamos con veintipocos años.

¿Eso le sirvió para arrancar? Era incapaz de montarme por mi cuenta. Los arquitectos somos dos personas en una. Buscamos vivir de lo que sea para poder construir.

¿Todos llevan esa doble contabilidad? Todos nos esforzamos por intentar construir, y eso, hasta que arranca, consume todos los esfuerzos. Yo el primer concurso que gané fue el del templo de Diana. Lo acaban de inaugurar. Pero el concurso lo ganamos hace bastantes años. Eso me permitió montar estudio.

Tiene mucha obra para llevar trabajando solo cuatro años… ocho proyectos. Hubo un momento en que trabajábamos en cinco obras a la vez.

Pero encontró tiempo para pedir la beca de Roma e irse a la Academia de España en 2007. Pedí la beca al ganar el concurso del templo de Diana para desarrollar allí el proyecto ejecutivo. Trabajé desde allí y dejé en construcción el Centro de Remo en el pantano de Alange en Badajoz.

Por el que este año ha ganado el premio joven de la Bienal de Arquitectura Española. Curioso que los proyectos que ha concluido este año sean anteriores al que le dio fama internacional: el anillo, un estadio-mirador frente al embalse de Gabriel y Galán. El anillo se construyó en un año y el templo de Diana se demoró. No comenzamos la obra hasta 2010.

La idea del espacio público en torno a ese templo emeritense es la del vaciado: hacer un vacío para poder ver lo que hay. ¿Para qué añadir algo más? A veces es más importante borrar, limpiar. Se trataba de recuperar el templo, de hacerle espacio para poder verlo de nuevo. ¿Que de dónde salen esas ideas? De los lugares. De estar allí antes y durante la obra. Yo me paso el día en la carretera.

Todos sus proyectos están en Extremadura… No ha sido adrede. Hemos estado muy cerquita de construir en otros lugares. Pero allí hemos ganado concursos.

Esa comunidad ha apostado por la arquitectura joven y nacional con excelentes resultados. ¿Por qué? Creo que fue el empeño de una persona, José Antonio Galván. Él quiso que la protagonista de las nuevas obras de la región fuera la arquitectura y no los arquitectos. En la Consejería de Cultura entendieron esa apuesta y ese empeño en demostrar que las cosas se podían hacer bien y democráticamente con presupuestos ajustados. Él llevó los concursos abiertos a las nuevas instalaciones culturales. Hoy Extremadura tiene un patrimonio arquitectónico contemporáneo, un referente, se conoce fuera de España. Como allí siempre vamos un poco por detrás, se ha aprendido de los errores de otros y se actúa con más cabeza.

Allí no tienen los mismos cromos que en todas partes. Han apostado por los jóvenes y creído en la fórmula del concurso. Los arquitectos no podemos seguir así, con el enorme desgaste de los concursos. Pero es cierto que estos han abierto muchas puertas. A mí, por ejemplo. Confío en que eso no cambie.

¿Qué quiere decir? Si hay cambios políticos, los arquitectos somos siempre incómodos. Es más fácil lidiar con una empresa que con un arquitecto.

Más allá de las obras, ¿va mucho por Extremadura? ¿Conserva amigos? Sí. Todos. Somos nueve, los del colegio, los fundamentales. Tengo amigos de más sitios. Pero sigo apegado a los del pueblo.

¿Qué han hecho de sus vidas? La mayoría, vinculados a Extremadura. Algunos trabajaron antes que yo y otros estudiaron. La mayoría, todos vaya, están casados.

Y usted no. Tampoco tiene hijos. ¿La arquitectura es como un sacerdocio? Es una locura. No tienes tiempo de plantearte nada que no sea ella.

¿A sus amigos de Don Benito les gusta su obra? Alguna vez hablamos de eso, pero poco. No tienen ese interés. Piensan que siempre estoy muy ocupado. Y me lo critican. Es verdad, voy siempre corriendo.

¿Siente que se está perdiendo algo? Seguro. Todo tiene un precio. La dedicación que hemos tenido en los últimos años ha sido una locura. Lo positivo que podrá tener la crisis es el tiempo que nos devolverá.

¿Por qué vive en Madrid? Porque nunca me fui. Cuando acabé los estudios, continué con el doctorado y hoy soy profesor de proyectos en la escuela. Eso me supone un ejercicio mental básico. Me obliga a tener la mente abierta. Paso tres días en Madrid y dos visitando las obras.

¿El precio de vivir en una gran ciudad? La pérdida fundamental es el tiempo. Extremadura es un lugar donde se puede vivir muy bien. Pero ahora necesito vivir en Madrid para hacer lo que quiero hacer.

Si a ustedes les enseñaron a intentar ser genios, ahora que es profesor, ¿qué enseña a sus alumnos?, ¿a volver a poner los pies en el suelo? Lo que hay que enseñar ahora es a ilusionarse y a creerse que un arquitecto tiene mucha responsabilidad en la sociedad. Doy clase a quinto y veo fundamental que los alumnos no se queden en las ideas; que, como arquitectos, entiendan que el fin último es construir. Y que construir determina la arquitectura. Es muy difícil decidir sobre un papel todo lo que luego te vas a encontrar en la obra. Hacerlo acartona los edificios.

¿Cómo motiva a los estudiantes hoy? No tienen acceso a hacer prácticas porque no hay trabajo. Así es que procuro motivarlos con el conocimiento.

¿A su familia le gusta lo que hace? Fue gracioso porque nunca los había llevado a una obra, pero un día vieron una en un periódico y les sorprendió. No sé si la entienden, pero están muy contentos. Si no los llevé antes fue por falta de tiempo. La arquitectura te devora.

¿Qué proyecto les gusta a sus padres? Creo que el anillo es el más llamativo. Pero en realidad tiene mucho en común con el templo de Diana. Se trata de delimitar el territorio y de casi no tocar lo anterior, el paisaje o el templo, lo que había allí antes de que tú llegaras.

Tiene tres empleados a su cargo. ¿Eso le quita el sueño alguna vez? ¡Hombre, muchas! La arquitectura tiene altibajos, pero las obras no las hace uno, las hace un equipo. Da pena, cuando se acaba una obra, no poder seguir trabajando juntos.

Cuando estudiaba arquitectura, ¿se le pasaba por la cabeza que debería ser también empresario? Para nada. Y así nos va a los arquitectos. Quienes dan el salto a la empresa tienen otro perfil que debería interesarnos, pero no nos interesa.

¿Qué opina de los indignados? Los entiendo. No era normal la desidia anterior. Es necesario reaccionar. Luego viene saber lidiar con la situación. Es emocionante que estén tan bien organizados.

¿Fue buen estudiante? Sí. Leí que hay que serlo para no despistarte.

¿Los muy buenos estudiantes son los mejores profesionales? Es delicado decirlo. La gente que llega ahora a la escuela tiene la nota tan alta que por el camino se pierde un montón de gente con vocación y frescura, gente crítica que ha visto otras cosas. Vivimos en una sociedad proteccionista. Da miedo que no exista un acceso a la arquitectura por otras vías, como sucede en Suecia. Estuve un año en Gotemburgo. Luego yendo cada dos meses durante siete.

¿Una relación? Novia sueca siete años.

Arquitecto famoso y novia sueca. No se puede pedir más, ¿no? [Se ríe]. Conocí la cultura nórdica desde dentro. Hoy… tengo otra novia… arquitecta. Qué le vamos a hacer, no conocemos otra cosa.

Luego viajó a Roma. ¿Esos dos destinos han marcado su obra? Sin pensarlo a priori, sí. No creo en los planes. Me interesa aprender de lo que veo. Creo en la naturalidad de las cosas.

¿Quién o qué le ha hecho la persona que es? Mis amigos y mi familia, por encima de la arquitectura.

¿Y quién o qué le ha hecho el profesional que es? Los lugares donde he vivido, mi casa en el pueblo, mis experiencias. En los pueblos tradicionales hay mucho lugar y mucha arquitectura sostenible. Los valores que aprendes de niño te acompañan. Luego conoces gente que también te marca.

¿Algún arquitecto? En Roma coincidí cinco meses con Peter Zumthor, que estaba becado en la Academia de Estados Unidos y se venía a todas las juergas que hacíamos. Era, es, muy crítico y a la vez sutil. Me decía que algunas de mis ideas no valían para nada y visitábamos edificios juntos.

¿Le felicitó luego, cuando ganó el Pritzker? No. Con él viví una experiencia muy bonita y no quise sacarla de Roma. Allí los dos teníamos tiempo. Él me decía que jugaba al tenis y lavaba la ropa por las mañanas. También iba de paseo y pensaba en sus proyectos paseando. Pero debería felicitarlo, sí.

¿Qué se aprende en la ciudad? A administrar la libertad. Nadie te conoce, puedes hacer lo que quieras. Vives sin testigos. Vas a bares y no conoces a nadie. ¿Que por qué me gusta Madrid? Es receptivo.

¿Adónde quiere llegar? A mantener la forma de hacer arquitectura que hemos tenido estos años. Pienso que puede que los proyectos más importantes de mi vida ya los haya hecho. No habrá otra época así.

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