El río Santiago, el absurdo y el gato invisible sobre la silla

Por Mario Edgar López Ramírez
Académico del Cifovis ITESO

El tratamiento público que el gobierno de Jalisco dio hace 10 años al caso del niño Miguel Ángel López Rocha, y su muerte relacionada con la contaminación del río Santiago, fue una verdadera demostración de cómo lo absurdo es capaz de transformarse en un argumento de Estado.

Como lo señala el diccionario: lo absurdo es todo aquello repugnante a la razón y contrario al sentido común. ¿Cómo es entonces que lo absurdo pueda convertirse en un argumento creíble? Hay por lo menos una condición: que las explicaciones y los discursos inconsistentes, irrazonables y descabellados de la clase política estén suficientemente revestidos de un lenguaje técnico y científico, el cual les dé apariencia de objetividad y racionalidad. Esta relación entre lo absurdo combinado con una aparente objetividad científica es toda una tecnología del poder, es decir, es un método intencionado, que no solo se manifiesta en el caso del río Santiago, sino que atraviesa a diversos conflictos ambientales a nivel regional e incluso global: ante la depredación del medio ambiente, los poderosos hacen que los expertos justifiquen su irresponsabilidad ecológica.

En el caso de Miguel Ángel, esta condición se ha cumplido a cabalidad. Los datos, las cifras, las investigaciones científicas y las declaraciones de los expertos oficiales –salvo honrosas excepciones– han trabajado, en primer lugar, para disfrazar lo que hay de fondo, es decir, la existencia de una grave contaminación ambiental vinculada a la industria, la cual acerca a las poblaciones de Juanacatlán y El Salto a una especie de lento genocidio. Así mismo, la voz oficial de los expertos gubernamentales ha colaborado para diluir la responsabilidad directa que, en la situación del río, tienen las autoridades federales y estatales en materia ambiental: no hay estudios suficientes, nos dicen, para demostrar la presencia de metales pesados en el río y esto equivale a decir que, por lo tanto, no existe contaminación por metales pesados. Por otra parte, cuando se manipulan las escalas de análisis científico, se forman verdaderas piezas de la demagogia: desde una escala de análisis urbano, nos señalan, todos contribuimos a contaminar el río, por lo que todos fuimos culpables de la muerte de Miguel Ángel. Lo que equivale a decir que nadie tiene la culpa. Y qué alivio da este argumento absurdo a los verdaderos responsables: la Comisión Nacional del Agua (CONAGUA) y la Comisión Estatal del Agua (CEA) de Jalisco.

Lo absurdo como estrategia pública del poder es una práctica perversa, esencialmente maligna, porque corrompe la verdad de una manera cínica, no por ignorancia, sino de una forma totalmente deliberada. El juego es el del típico sofismo del gato invisible echado en la silla. El poder nos dice: “si hubiera un gato invisible en esa silla, la silla se vería vacía; y porque la silla se ve vacía, se comprueba que hay un gato invisible en ella”. En conclusión: todos los que opinan que no hay un gato invisible en la silla están equivocados. “Ahora bien”, continúa el poder, “si usted está en desacuerdo con que hay un gato invisible en nuestra silla, compruebe científicamente lo contrario”. Como la prueba irrefutable de que no hay un gato invisible en la silla es precisamente que no se ve, pero el hecho de que no se vea es también la prueba irrefutable de que sí está en la silla, entonces la falta de evidencia se constituye en la principal evidencia. Así, los poderosos nos venden la cantidad de argumentos absurdos e irrefutables que se les antoja.

En una ilustrativa nota del reportero Jorge Covarruvias de La Jornada Jalisco, el jueves 21 de febrero de hace diez años, se estampaba casi de manera magistral una pieza de lo absurdo que busca justificarse con pruebas científicas. Señalaba que el entonces presidente del Consejo de Cámaras Industriales de Jalisco (CCIJ), Javier Gutiérrez Treviño, se dijo dispuesto a beber un buche de agua del río Santiago para demostrar que este líquido no estaba lleno de veneno, y que tampoco fue la causa de la muerte de Miguel Ángel López Rocha.

El buche de agua es la prueba absurda e irrefutable, pero solo está en el discurso, tal como el gato invisible echado en la silla. “Esa agua no está tan contaminada como están satanizando aunque venga de México y venga de dónde venga, aquí el problema es político, a nosotros como iniciativa privada nos molesta demasiado. Nosotros estamos viendo que la tendencia es estar molestando para que no se construya Arcediano (la presa que se quería construir en aquel entonces, al fondo de la barranca de Huentitán). Estamos totalmente en contra de eso”. “Pero se murió un niño”, dice el reportero, “Sí pero vamos a ver los… todavía según sé… todavía no está la autopsia al 100 por ciento”, afirma el industrial, “pero el gobernador reconoció que la causa fue la contaminación”, insiste el reportero. “Yo creo que no eh… creo que por ahí hay unas investigaciones que vamos a sorprenderlos, no les quiero decir porque, no quiero” concluye el empresario.

A este ejemplo del gato invisible se le pueden agregar otras declaraciones para la colección perversa de lo absurdo, que han sido expresadas por nuestra clase gobernante: “vamos a desviar el río”, “el niño sufría de violencia intrafamiliar por parte de la madre”, “la culpa por la presencia de arsénico en el agua la tiene una hierba que crece a la orilla del río”, “Miguel Ángel murió por un golpe en la cabeza”, “vamos a entubar el río”, “el menor consumía drogas”. En ninguno de los argumentos se abordaba directamente el problema de la contaminación industrial del agua. En todas está detrás la justificación de algún estudio, de algún experto, de alguna institución científica. Lo absurdo reina, aunque el sentido común nos podría dar la respuesta: el agua es vida, pero el agua del río Santiago no es capaz de contener ninguna forma de vida. Es un río muerto, por lo tanto lleva agua que produce muerte.

En memoria del niño Miguel Ángel López Rocha, mártir de lo absurdo y de la indolencia pública y privada de esta ciudad.

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La ingeniería es complemento, no juez

“Despertó en mí, un fuerte sentimiento de empatía y una amarga sensación de injusticia. Fue la investigación en campo, cuando mi manera de entender la problemática y mi quehacer universitario comenzó a alterarse; involucrarme con la gente afectada por los daños al medio ambiente. Convivir con ella, poniendo un rostro, nombre y personalidad a esos actores que conforman el Ecologismo de los pobres…”

Por: Esaú Cervantes

¿Qué es lo que hace un ingeniero ambiental? Una pregunta que había escuchado más de 20 veces, y que a pesar de repetir mi respuesta ensayada seguía sin responderme. Me ablogferraba a pensar que un Ing. Ambiental es más que “un profesional que analiza las condiciones y dinámicas que se producen en los sistemas ambientales para generar propuestas que los protejan y garanticen su preservación” como rezan los folletos promocionales del ITESO. Esperaba que la carrera tuviera un impacto más profundo en el mundo y la sociedad que lo habita y de la realidad del México de la cotidianamente nos quejamos y hacemos poco por transformarla. En mi inquietud busqué donde podía trabajar como voluntario para -mediante la práctica- responderme esa pregunta del millón. Así fue como me involucré con el CIFS, su programa de Ecología Política, y en esta cruzada que me ha llevado más allá de la ingeniería y de lo ambiental.

Tras dos años de  recorrido, reconozco que pasé por una serie de procesos que modificaron mi visión de la realidad, mi forma de interactuar en ella y la transición surgida al contacto con el otro. Se me planteó una oportunidad y un reto: confrontar lo teórico con lo real desde la Ecología Política y la Ingeniería Ambiental, aplicando los conocimientos que iba formando tanto en las clases como en el CIFS para intervenir activamente en la sociedad. El desafío del cambio de pensamiento conllevó de lo lineal y simplificador hacia lo dinámico y complejo.

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Los Juegos Panamericanos: Piñata de Clase Mundial

Por William Quinn Anderson, Maestro en Comunicación de la Ciencia y la Cultura por el ITESO y miembro del voluntariado “Por Nuestro Río”, de la universidad.

En los días anteriores a los Juegos Panamericanos, que se celebraron en Guadalajara en octubre pasado, los residentes de la ciudad anfitriona no se limitaron a quejarse por las molestias de los carriles preferenciales en el Periférico y las rutas alternas: también se mortificaban preguntándose si su ciudad tendría la capacidad para realizar un evento de tal envergadura. Obviamente la organización de un encuentro mundial es un desafío para cualquier ciudad, algo como la legendaria hazaña del ingeniero tapatío Jorge Matute Remus, quien subió el edificio Telmex sobre rieles y lo movió diez metros para permitir la ampliación de la avenida, todo sin interrumpir las actividades normales dentro del edificio.

Sin embargo, el Ing. Matute ya no está con nosotros, y los tapatíos, observando de cerca los preparativos para los Juegos, tenían razones sobradas para preocuparse. La construcción de las sedes seguía literalmente hasta el último minuto; caso crítico fue el estadio de atletismo (menos mal que esos eventos iniciaban el décimo día). El huracán Jova anegó la región dos días antes de la ceremonia inaugural, y circulaban rumores de que se tendría que cancelar la ceremonia, o peor, cambiarla a la Ciudad de México. Un conocido mío que es médico del deporte me confesó su pánico de que Guadalajara fuera a quedar en vergüenza precisamente cuando estaban volteados hacia ella los ojos del mundo.

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