Teodora: la ciudad contra la tierra

Por Mario Edgar López Ramírez
Académico del Cifovis ITESO

Teodora, nos cuenta el escritor Italo Calvino, es una urbe que defiende su legítimo derecho a destruir la Tierra. Así han sido educados sus habitantes, los teodoritas, tanto grandes como pequeños. Teodora, es pues, la más titánica y la más congruente de todas las ciudades en el mundo, porque reconoce y refleja —sin hipocresías ni tapujos— el espíritu profundo que anima a cualquier metrópoli sobre el planeta: la imperiosa necesidad de exterminar, o de llevar hasta su mínima expresión, a toda manifestación de vida natural para así establecerse como un lugar totalmente humano. Por ello, esta fantástica ciudad de Teodora, una de las tantas que Italo Calvino imagina en su libro Las ciudades invisibles, es la más civilizada de todas. Civilización y ciudad son sinónimos irremediables. Destrucción de la naturaleza y vida civilizada equivalen la una a la otra. Porque la verdadera ciudad es la que está hecha por la pura mano del hombre, la que está rodeada de objetos que dan la sensación de control (del tiempo, de la vida, del espacio); la que es capaz de sustituir todos los elementos de la naturaleza por medio de la artificialización técnica. La ciudad ideal es la que elimina la tierra: es el sueño de un futuro en el que las creaciones humanas lo dominarían todo y así quedaría erradicada la inseguridad y el temor que las civilizaciones humanas han sentido por los elementos incontrolables de la naturaleza. La ciudad de Teodora representa la seguridad absoluta. El 22 de abril es el Día Internacional de la Tierra, por lo que habrá que hablar de su antagonista, la ciudad, para comprender la fuente de su continuo deterioro y destrucción.

Para Italo Calvino, la razón principal que movía —y mueve aún— a la ciudad de Teodora es el miedo a la naturaleza. Calvino nos narra:

“Invasiones recurrentes afligieron a la ciudad de Teodora durante los siglos de su historia: por cada enemigo derrotado otro cobraba fuerzas y amenazaba la supervivencia de los habitantes. Liberado el cielo de cóndores, hubo que enfrentar el crecimiento de las serpientes; el exterminio de las arañas permitió a las moscas negrear y multiplicarse; la victoria sobre las termitas entregó la ciudad al poder de la carcoma”.

En otras palabras, lo primero que hizo la ciudad de Teodora fue ignorar, no comprender y menospreciar los ciclos de la naturaleza. Esto lo hicieron sus habitantes, paciente y constantemente, a lo largo de los siglos. Para los teodoritas era indispensable eliminar a los molestos cóndores, pero al exterminarlos, proliferaron las serpientes, cuya población era equilibrada por estas aves majestuosas, pero despreciables. Así mismo, con el objetivo de matar a todas las arañas y eliminar a todas las termitas, proliferaron las moscas y la carcoma. Al final, sin embargo, Teodora y los teodoritas parecen haber triunfado: “una por una las especies inconciliables con la ciudad tuvieron que sucumbir y se extinguieron. A fuerza de despedazar escamas y caparazones, de arrancar élitros y plumas, los hombres dieron a Teodora la exclusiva imagen de ciudad humana que todavía la distingue”. El aspecto humano de Teodora es, precisamente, su exterminio de lo natural.

Pero la historia de la imaginaria Teodora no termina ahí:

“Durante largos años no se supo si la victoria final no recaería en la última especie que quedara para disputar a los hombres la posesión de la ciudad: las ratas. De cada generación de roedores que los hombres conseguían exterminar, los pocos sobrevivientes daban a luz una progenie más aguerrida, invulnerable a las trampas y refractaria a todo veneno. Al cabo de pocas semanas, los subterráneos de Teodora volvían a inundarse de hordas de ratas. Finalmente, en una postrer hecatombe, el ingenio mortífero y versátil de los hombres logró la victoria sobre las exuberantes actitudes vitales de los enemigos”.

Los teodoritas desarrollaron una inteligencia destructiva para garantizar la eliminación hasta de los más tozudos seres y parece que fue una batalla edípica, porque se enfrentaron al símbolo que durante los siglos precedentes describía su forma de ver a los animales: todos los miembros del reino animal eran unas ratas. El águila-rata, el león-rata, el delfín-rata, el oso-rata, la ballena-rata, el perro-rata, la rata-rata.

Teodora, el gran cementerio de la tierra, se enorgullecía por esto, nos sigue describiendo Italo Calvino, aunque sin perder nunca su actitud científica:

“El hombre había restablecido finalmente el orden del mundo que él mismo había perturbado: no existía ninguna otra especie que volviera a ponerlo en peligro. En recuerdo de lo que había sido la fauna, la biblioteca de Teodora custodiaría en sus anaqueles los volúmenes de Buffon y de Linneo”.

Linneo y Buffon fueron aquellos “pre-científicos” que en el siglo XVII se dedicaron a describir la plenitud de las especies terrestres: en una época de difícil acceso a la información, el sueco Linneo escribió un volumen de 2,300 páginas llamado Sistema Naturae, que le ganó el mote de gran clasificador de los seres vivos. Pero esto no fue nada comparable con la entrega y ambición del conde de Buffon, quien “se dedicó a escribir el mundo entero, sus orígenes y cuanto encerraba, y acabó componiendo una enciclopedia sobre la naturaleza, en cuarenta y cuatro tomos, la Histoire Naturelle, Généralle et Particulaire, traducida a otros idiomas tan pronto como aparecían. Fue la obra científica más importante y de más influyente de su siglo, y la más popular, ya que combinó descripciones redactadas con elegancia con historias sobre la vida de una cantidad apabullante de animales y plantas, además de introducir discursos sobre astronomía, edad de la tierra y procesos vitales”, nos refiere la enciclopedia electrónica Evolutionibus. El cuidado amoroso de estos textos en la biblioteca de Teodora, nos refiere a la pasión por la ciencia que tienen las ciudades.

En conclusión, las cosas no salieron bien en Teodora. Su cronista imaginario nos describe el horroroso destino a la que está todavía sujeta.

“Relegada durante largo tiempo a escondrijos apartados desde que fuera excluida por el sistema de especies ya extinguidas, la otra fauna volvía a la luz desde los sótanos de la biblioteca donde se conservan los incunables, saltaba desde los capiteles y las canaletas, se instalaba a la cabecera de los durmientes. Las esfinges, los grifos, las quimeras, los dragones, los hircocervos, las arpías, las hidras, los unicornios, los basiliscos volvían a tomar posesión de su ciudad”.

Teodora ha quedado condenada a sus propios monstruos e imaginaciones y la visión más aterradora es que siempre quedará una última especie a eliminar: el hombre mismo, quien no puede separarse de la naturaleza, porque es eso: naturaleza.

Ya lo decía en el siglo XIX el pensador Geddes de Frédéric Le Play: “las enfermedades de civilización son enfermedades de ciudades”, así como el sociólogo Armand Mattelard: “el espacio neurálgico de nuestro tiempo y, por consiguiente de la guerra, es la ciudad, por ahí es por dónde hay que atacar al mal”.