México, una democracia adolescente

Por Bernardo Masini, profesor del ITESO y Presidente del Capítulo Jalisco de la Amedi
masini@iteso.mx / @BernardoMasini

En el verano de 2000, ante el inusitado triunfo electoral de un partido distinto al PRI que llevó a la presidencia de la República a Vicente Fox, muchos analistas se preguntaban qué grado de madurez había alcanzado la democracia mexicana. La tara más grande, la que muchas generaciones se cansaron de ver sin posibilidades de eliminarla, había caído por fin: el partido fundado por la “familia revolucionaria” (Álvaro Obregón Dixit) tendría que dejar Los Pinos. Recuerdo que ante tal escenario Enrique Krauze señaló que teníamos una democracia adolescente. Debo reconocer que no siempre comparto las opiniones de este historiador, pero en el marco de aquella coyuntura me puse a pensar qué implicaciones tenía la metáfora.

Asumir que una democracia es adolescente conlleva la idea de que ya abandonó la infancia. Eso ya es algo de terreno ganado. En el caso mexicano podríamos decir que ya no estábamos en la fase de la simulación a ultranza. Había competencia real entre partidos y el cómputo de los sufragios se había vuelto verosímil. Pero no había mucho más. Los medios de comunicación todavía tenían candidatos favoritos; los poderes fácticos daban visibilidad a quienes querían y, sobre todo, los espacios para la participación ciudadana eran muy limitados.

El propio sentido de la palabra ‘adolescente’ es bastante diáfano: adolecer es padecer una enfermedad o presumir alguna carencia o defecto. Si los jóvenes no están listos para asumir las riendas de su vida por el hecho de haber dejado la infancia… son adolescentes. Todavía tienen cambios bruscos e inexplicables de conducta; están explorando sus límites y sus habilidades; y están delineando su personalidad. Si nuestra democracia había llegado a esa etapa, dando crédito a la propuesta de Krauze, aún tenía que pasar por algunas pruebas previas a su madurez.

La más importante de ellas, creo, tiene que ver con las condiciones que brinda el sistema para que cualquier ciudadano interesado en la vida política y social manifieste sus ideas y estas puedan cruzarse con las de los actores políticos. A lo largo de la historia esas condiciones no siempre han sido creadas por los propios ciudadanos, quienes se han conformado con manifestarse eventualmente en mítines, en las encuestas o en los pocos espacios que abren los noticieros para que sus audiencias viertan comentarios. En este sentido la madurez de la democracia no ha dependido del sistema de partidos, sino de los ciudadanos que con creatividad han buscado la manera de recuperar el peso que en teoría les corresponde en las esferas públicas. Los partidos y los poderes fácticos, como los empresarios poderosos o la delincuencia organizada, pueden dirimir estrategias de resistencia frente al ímpetu de la ciudadanía que busca espacios de expresión. La efectividad de esas estrategias determina el grado de libertad de expresión de un grupo social.

Romanticismos aparte, la libertad de expresión es necesaria para explicitar y difundir entre todos las necesidades de todos. Solo cuando los individuos cultivan el hábito de escuchar a otros individuos se visibilizan las áreas de oportunidad de una comunidad. Por eso ese tipo de espacios nunca sobran. Nunca son más de los que se necesitan. Incluso los sistemas de recolección de opiniones mejor intencionados han sido hasta hoy incompletos.

Podríamos concluir que la calidad de una democracia es directamente proporcional a las condiciones de expresión de los ciudadanos que la integran. Esa manifestación de ideas debe canalizarse de tal manera que cada individuo tenga la sensación de que pudo colocar cuanto quiso decir, sin restricciones temáticas o valorativas.

A lo largo de la historia los medios de comunicación se han preocupado tanto por recoger las voces de los miembros de la estructura gubernamental que han desatendido las de la ciudadanía las más de las veces (hay loables excepciones). Un modelo ideal de comunicación habría de procurar que la sociedad política y la sociedad civil –por referirlas como lo hizo Gramsci – tengan condiciones similares de acceso a los escenarios de la manifestación de las ideas. En la medida en que esto se logre una democracia puede abandonar paulatinamente su adolescencia.

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