De migrantes a personas

Por Montserrat Narro Ibargüengoitia, estudiante de Relaciones Internacionales en el ITESO, ex voluntaria del Servicio Jesuita de Jóvenes Voluntarios, miembro de Más de 131 y #YoSoy132GDL

Saltillo, Coahuila, es uno de los últimos puntos en la ruta de los migrantes que pasa por el centro de México hacia los Estados Unidos.  Después de esta ciudad, está Monterrey y de ahí a la frontera de su elección: puede ser Reynosa, Nuevo Laredo o Matamoros.

La situación en estas fronteras ya no es lo que era antes, incluso Monterrey ha dejado de ser tan segura como lo pudo haber sido hace unos cuantos años. Es por eso que la  Casa del Migrante de Saltillo se convierte en el último punto de descanso antes de enfrentarse a la frontera.

Tuve la oportunidad de colaborar ahí como voluntaria durante los primeros cinco meses de 2011, junto con otros cuatro compañeros del Servicio Jesuita de Jóvenes Voluntarios (SJJV). Durante ese tiempo, nos involucramos en cada una de las tareas de la Casa, pero también en las historias de los muchos migrantes que llegaban, estaban por unos días –o incluso semanas- y luego se iban.

La Casa ofrece una atención muy completa: el migrante entra (previo registro de los caseteros) come y descansa.  No importa la hora a la que llegue, hay un plato de comida caliente para recibirlo y las puertas están abiertas 24 horas. Dentro del albergue puede lavar su ropa, bañarse, se le da un cambio de ropa y medicina, de ser necesaria, llamar o recibir llamadas, dormir y recibir sus tres comidas en los horarios establecidos. Esos son los servicios de Atención Humanitaria, de primera necesidad. Después vienen los servicios del área de Acompañamiento y Salud Mental. Ahí lo que hacíamos un equipo de tres chavas, incluyéndome, era entrevistar a los migrantes para ver su situación y evaluar cuánto tiempo necesitaban estar en la Casa. Hablábamos con las familias en Centroamérica y dábamos seguimiento a la persona. En caso de ser necesario, y que el migrante estuviera de acuerdo y tuviera el tiempo (cosa que muchos no tienen, van de paso) los canalizábamos con instancias especializadas, como el Centro de Integración Juvenil, una tanatóloga o psiquiatras. Hay que tomar en cuenta que ellos y ellas van de paso, por lo que en muchos de los casos no había tiempo para mucho, salvo sentarse con ellos y escuchar lo que te quisieran platicar.

El camino desde la frontera sur no es nada fácil, enfrentarse a la Bestia, a los Zetas, a las pandillas, a las autoridades corruptas, a grupos de crimen organizado, gente local que no sabe por lo que pasan y les arroja piedras al tren, además de la lluvia y el frío, no es sencillo.

Los voluntarios prácticamente vivíamos en la Casa, por lo que los migrantes se convertían en nuestra familia, que cambiaba cada tantos días. Escuchando sus historias, el camino sobre la Bestia ya nos era familiar, así como muchos lugares de Honduras o de El Salvador que probablemente nunca vayamos a conocer, pero en caso de ir, ya sabemos dónde se comen las mejores pupusas o dónde están las playas más bonitas que no son turísticas.

Al conocerlos, dejaban de ser “migrantes” y recuperaban su nombre y apellido. Sus defectos y virtudes, su dimensión de persona. En mi opinión personal, ese es otro de los riesgos que corren: perderse en el grupo al que llamamos “migrantes” en general. Van de paso, la mayoría no trae documentos, no se detienen ¿Cómo saber quiénes son?

Me parece que una de las cosas más importantes que hacíamos en la casa es algo no tan consciente, ni tan visible. Hacíamos amistad, una amistad de paso, tal vez, pero amistad. Como algunos pasaban incluso un par de meses en Saltillo, o de plano se quedaban a vivir en la ciudad por una temporada, los conocíamos, los visitábamos, y ellos a nosotros.

Ya no eran “los migrantes”, son Eduardo, Ricardo, Sandra, Elvin, Dulis, Ridel, Manuel, Carlos, Wilmer, José, Bautilio, Gerson, Adilio, Josué, Edis, Jonathan, Samuel, Jimmy y muchos otros.

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