Una estupidez ejemplar, una de tantas


nPor Juan Palomar Verea

La casa que ilustra esta columna fue, probablemente, construida por el arquitecto Guillermo de Alba a fines de los años veinte del pasado siglo. Estaba en la esquina surponiente de Vallarta y General San Martín (Constitución). Se trataba de una muy bonita y sólida edificación de extensa superficie, tanto en su terreno como en su área construida. Estaba rodeada por jardines y en las bien cuidadas banquetas crecían eucaliptos rojos y fresnos, ambas especies de gran alzada.

Pues bien, a finales de los años setenta todo lo anterior fue destruido. Inmisericordemente. Ahora existe allí un local anodino, un galerón que ocupa un banco. La imagen de lo que alguna vez fue la calle más bonita de Guadalajara sufrió un perjuicio irreparable. Los árboles fueron talados y, los que quedan, desfigurados hasta hacerlos irreconocibles. Por supuesto, no quedó tampoco un solo metro cuadrado de jardín. La gran palmera que se observa en la gráfica, fue también, sin ningún objeto, eliminada. Las banquetas ahora son una lástima. No cabe duda: qué buena aportación a la ciudad.

Más allá de esto: ¿por qué tanta estupidez? ¿Cuál es el sentido de cambiar perlas por boñigas? Analizándolo fríamente, es muy probable que la vieja casa haya tenido más área rentable que el local que la sustituyó. O sea, era mejor negocio y mejor patrimonio para sus dueños. Eso, sin contar las hábiles adaptaciones que se hubieran podido hacer para rentar aún mejor la propiedad. (Otro ejemplo clásico es el del Hotel Imperial, de la esquina surponiente de Prisciliano Sánchez y Colón).

Para ilustrar la posibilidad de lo anterior basta ver algunas de las casas que quedaron en la maltrecha avenida Vallarta y que sí atinaron a conservar. Pero, particularmente lamentable fue la demolición de la casa Cuzin-Schneider-Quevedo de Vallarta y Lafayette, lado oriente, en donde desde hace mucho ofende la vista uno de los bodrios más dañinos de la ciudad: el edificio (sin fachada porque les resultó más barato) de Bancomer.

Se dirá que son cosas del tiempo y sus visiones. Se contestará que son más bien cosas de la estupidez y de la usura. Por aquellos años de 1970 Guadalajara se comenzó a hacer cada vez más tonta. Y no ha parado: basta ver la absurda y criminal dispersión urbana que tanto nos cuesta a todos día a día, y que nadie parece capaz de detener. El fondo del tema está en la impune primacía del interés particular sobre el interés común. El abandono de las nociones de responsabilidad, aprecio y cariño por la ciudad. Y la falta de un cerebro urbano capaz de mandar.

Los dueños de esos patrimonios demolidos ¿dónde quedaron? Los habitantes de la casa de Vallarta y General San Martín, por cierto, fueron a dar al primer “coto” (como se le decía con sorna) de Guadalajara. Atrás de murallas y custodiados por gendarmes con metralletas allá languidecieron, con pistolas colgadas de la cabecera. Bravo.

El anterior es un caso particular, pero se puede hacer extensivo a mucho de nuestro patrimonio. Aún hace unos meses el dueño de un bar demolió una excelente privada de Pedro Castellanos (seis casas), para hacer un estacionamiento de tierra. Y la autoridad, impotente. Y los tapatíos, encerrados en “cotitos” sin decir nada. Ese no decir nada, ese atole en las venas está en el principio de tantas de estas pérdidas. Y, claro, la estupidez pura.