Contra el populismo arquitectónico (y urbano)


Por: Juan Palomar Verea

Para empezar, una declaración de principio: la arquitectura incluye al urbanismo. No son –como a veces parece estar de moda- disciplinas distintas. Basta repasar a los tratadistas clásicos –en su teoría y su práctica- empezando por Vitrubio y Paladio. Es de sentido común: la ciudad es la casa de todos, y como una casa –con todas sus complicaciones e implicaciones- se debe tratar. Demasiados años la ciudad se ha dejado en manos de especialistas que hacen unos planos exclusivamente normativos, aburridísimos, bidimensionales y esquemáticos. La ciudad, se sabe, es tridimensional; y luego actúa siempre en ella la cuarta dimensión: el tiempo.

No es como la medicina: neurólogos, endocrinólogos, oftalmólogos y todos los etcéteras. La arquitectura, entendida en su cabalidad, es una disciplina general, en la que se tiene que tener la capacidad de proyectar un mueble, un cuarto, un remiendo, una casa, un edificio, un jardín, un paisaje, un vecindario, un barrio, una ciudad, una región. Suena muy amplio, y lo es. Pero basta revisar la ejecutoria de los grandes ingenieros y arquitectos a través de la historia: sabían y hacían todo esto y lo hacían bien.

Sin ir más lejos, hay que acordarse de los ingenieros (y los escasos arquitectos) que proyectaron lo mejor de la Guadalajara moderna. Digamos, hasta los años setenta del pasado siglo, cuando llegó la tolvanera y nos alevantó –como dijo Rulfo. Pasa que apareció un populismo disfrazado de pretensión académica y social: un “especialista” para cada cosa, trabajo (fragmentario) para todos. Junto con eso, una moda que impulsaron desde los sesentas gentes como el norteamericano Christopher Alexander: el famoso diseño participativo (aderezado con muchas “ciencias sociales”). En donde todas las opiniones sobre algo tan delicado como la arquitectura o el urbanismo valían lo mismo: las de quien se quemó las pestañas por décadas y viajó, comparó, analizó, discernió y las de la gente común, completamente ajenas a la disciplina de la arquitectura y el urbanismo: puro populismo. Como si la gente decidiera en asambleas qué medicinas darles a todos los enfermos y de qué operarlos. Lo que pasa es que muchos arquitectos piensan que delegar las decisiones a las comunidades es atinarle infaliblemente. En la arquitectura-urbanismo claro que hay que oír con extremo cuidado a la gente, usuarios, clientes: pero luego hay que trillar esas opiniones, reflexionar y tomar la responsabilidad intransferible de decidir y llevar a la práctica con solvencia esa opción. Para eso se es arquitecto.

Hassan Fathy, el gran maestro egipcio de la arquitectura, solía oír a la gente, entenderla. También entendía el lugar, el paisaje, el suelo, los materiales. Y luego decidía. Los barrios que proyectó, las casas y edificios que edificó, bajo su sola responsabilidad, son ejemplos de habitabilidad, de excelencia y de belleza para todo el mundo. Se dirá: “Sí, pero era Hassan Fathy”. Allí empiezan los complejos…y el populismo. Si la educación de la arquitectura fuera integral entre nosotros, muchos jóvenes y talentosos aprendices de la arquitectura podrían incluso emular al maestro.

Durante algunos comentarios realizados alrededor del proyecto de restauración y adaptación de una construcción patrimonial, el arquitecto encargado decía –a propósito de una decisión clave- que el cliente era el cliente y por lo tanto lo que dijera se habría de hacer. Más populismo. Ni en medicina ni en arquitectura el cliente siempre tiene la razón. Y es obligación del médico y del arquitecto argumentar y actuar de acuerdo a su conciencia y sus conocimientos. Muchos arquitectos –los de valía- así han perdido chambas y encargos. El populismo arquitectónico es cómodo; también es un veneno.

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