La fealdad como veneno


Por: Juan Palomar Verea

A partir de los años cincuenta del pasado siglo una transformación radical alcanzó a la gran mayoría de los pueblos (por no hablar de las ciudades) mexicanos. La invasión de la fealdad fue gradual, imparable. Muchos factores corresponden a esta condición. Cualquier vuelta por una región determinada de Jalisco puede atestiguar el deterioro en que ha caído su fisonomía a través del último medio siglo.

Quien conoció entonces, digamos, los pueblos del sur del estado, tendrá elementos de primera mano, alojados en su memoria, para comparar lo que fue con lo que es. Además, claro, de las fotografías de época. ¿Qué factores precipitaron este alud de fealdad que ahora ahoga tantos medios construidos que durante siglos guardaron una marcada armonía?

Empecemos por repetir lo que Platón afirma en El banquete: La belleza es el esplendor de la verdad. Y, ciertamente, la verdad resplandecía en esos pueblos. Una verdad construida calle a calle, casa por casa, zaguán y patio a cada vez. Procesos constructivos que respondían a la lógica de un cierto clima y unos determinados materiales, formas y configuraciones espaciales que atendían a formas de vida, a construcciones culturales largamente maduradas y compartidas por una comunidad integrada e igualitaria. (Y un eco de estos valores es lo que ahora se intenta celebrar y proteger como “pueblos mágicos”.)

La fealdad apareció como resultado de la traición de estos principios. La subversión de la verdad se dio en diversos campos. Alguien dirá que fue irremediable: no por eso es menos grave. La invasión de modas ajenas –y no más apropiadas- llegó por varios canales: la influencia de la televisión, el consumismo, la importación indiscriminada de lo que se consideraba “arquitectura moderna”, el influjo de lo que gran cantidad de inmigrantes veía en Estados Unidos como “progreso”, la aparición de materiales de más corriente factura…la falsedad, la mentira, la superchería y la vulgaridad.  Un gran molino que al final de estas seis décadas trituró e hizo irreconocibles tantos pueblos alguna vez agraciados y dignos. Y hay que decirlo con todas sus letras: el resultado es una agresiva fealdad que envilece la existencia y degrada la vida comunitaria. La fealdad es el extravío de la verdad profunda a la que se atenían por siglos esos entornos, que daba cohesión, sentido y orgullo de pertenencia a sus habitantes. La fealdad envenena el ámbito de una sociedad que siempre aspira, a pesar de todo, a mejorar.

Todos los pueblos de Jalisco –por no decir que del país- fueron alguna vez “mágicos”. Con la magia que transparentaba una cultura llevada a formas de vida que se materializaban en contextos homogéneos, armoniosos, verdaderos. Habría que utilizar esa denominación –aunque sea inasible e imprecisa- para inculcar en las comunidades, en los pueblos del estado el deseo actuante y concreto de recuperar lo perdido, de restaurar –viendo hacia adelante- esa magia que transfiguraba, a través de una belleza humilde e inmediata, los lugares en donde vivía la gente en sitios deseables y propicios para la convivencia humana.