Cuidado con el Parque de la Revolución


Las nuevas generaciones han dado en decirle, simplemente, el parque Rojo. Esto, debido a sus pavimentos de cemento coloreado en ese tono. Tiene una historia larga. Comenzó siendo parte de la huerta del vecino y absolutamente mutilado Convento del Carmen. Luego, después de las leyes de Reforma, estos terrenos fueron dispuestos para edificar lo que se conoció como la Penal de Escobedo, en honor al gobernador que la mandó hacer. Al frente se dejó un parque que utilizaba los grandes árboles sembrados por los carmelitas, conocido a su vez como el Jardín de Escobedo.

Hacia la década de los treinta del siglo pasado se determinó hacer una nueva prisión, —se supone que más moderna— esta vez por el rumbo de Oblatos. Dos circunstancias, parece ser, definieron esta decisión: la indeseable proximidad de la mancha urbana de entonces con la cárcel, por un lado, y por otro, la “imperiosa” necesidad de liberar la expansión hacia el poniente de esa parte de la ciudad. (Que consistía solamente en abrir Juárez).

Como ha sido una desafortunada costumbre tapatía, se optó por demoler indiscriminadamente todo el edificio en vez de rodear con inteligencia lo que más valía de él: su cuerpo frontero con una digna fachada y una sólida fábrica que hubiera servido para muchas cosas. Otro tanto ocurrió con la Escuela de Artes y Oficios, también de buena factura, que estaba por Lafayette en el remate poniente de Avenida Hidalgo. Y no digamos la manera brutal de “ir derecho” con las ampliaciones de Juárez y 16 de Septiembre-Alcalde de 1950. Todo el centro se hubiera podido salvar de estos cuantiosísimos destrozos si se hubiera pensado —como más de una voz lo propuso— en habilitar vías de acceso periféricas y respetar el trazado y el patrimonio del centro. Pero en fin, así fue la cosa.

El caso es que después de demolida la cárcel de Escobedo el Gobierno convocó a un concurso para que, aprovechando parte del antiguo jardín y ampliándolo, se hiciera el Parque de la Revolución. Esto fue por 1935. De este concurso resultaron ganadores los hermanos Juan José y Luis Barragán Morfín. Sobra decir que era un parque ejemplar. Después, muchas cosas le pasaron a este espacio público, grandemente modificado en diversas épocas y mutilado por la construcción de la Calzada del Federalismo (que debió respetarlo en toda su integridad y afectar y pagar a los propietarios de enfrente).

Total, después de la instalación de las estaciones de la Línea 2 del Tren Ligero, se procedió a restaurar lo restaurable del parque de Barragán. Andadores, fuentes, kiosco, un peculiar paraguas de concreto, bancas, pisos, luminarias, jardinería en general. De lo perdido, algo apareció. Pero ahora resulta —y qué bueno— con que el Ayuntamiento anda muy preocupado por el drástico deterioro del parque, ahora convertido en un importante nodo de trasferencia en la movilidad metropolitana. Lo malo es que lo primero que discurrieron fue ponerle unos barandales a los prados y prohibir pisarlos; luego declararon que iban a cambiar las luminarias por no ser “funcionales”. En primer lugar, hace falta que se designe a un arquitecto conocedor de los antecedentes del sitio y capaz de entender en qué términos habría que tratar el problema. Hacer luego un proyecto y consensarlo. Así, se podría ver que los buenos parques permiten que, con cuidado, la gente se siente o se acueste en el zacate sin dañarlo (y no poner barandales que atentan contra la imagen original). No es difícil delimitar senderos que no perjudiquen al conjunto y conserven lo que queda del trazo inicial. Después, tal proyecto respetaría a pie juntillas la imagen original y jamás se plantearía sustituir las luminarias diseñadas por Luis Barragán con faroles “modernos”. Ya hay tecnología para hacer más eficientes los faroles originales.

En fin, ojalá que el Ayuntamiento, y Parques y Jardines, oigan razones y no se atente con lo que resta de una de las pocas obras públicas del Premio Pritzker Luis Barragán en nuestra ciudad.

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