“Si tienes talento, no lo uses para llegar más lejos”


Por: El País

Cuando Alejandro Aravena (Santiago de Chile, 1967) estudiaba arquitectura, su país era una dictadura a la que llegaba poca información. Entre ese poco, conoció la obra del arquitecto portugués Eduardo Souto de Moura, a quien, varias décadas después, un jurado del que Aravena formaba parte le concedió el último Premio Pritzker. Tras firmar numerosas facultades en la Universidad Católica de Chile y dos edificios en la de Austin (EE UU), Aravena se empeñó en relanzar las viviendas “incrementales”, las que crecen con las necesidades y posibilidades de sus dueños, y con su estudio, Elemental, colaboró en la reconstrucción de Constitución, la ciudad asolada por el terremoto de 2010. Su capacidad para trabajar desde la escasez le ha convertido en uno de los arquitectos del momento.

Usted ha formado parte del jurado del Premio Pritzker con solo 42 años. ¿Cómo llega un arquitecto joven a juzgar quiénes son los mejores del mundo?

En 2006, el jurado del Pritzker pasó por Chile y visitó mis Torres Siamesas en la Universidad Católica. Supongo que habría empatía intelectual o química. Luego, el nivel de la discusión para cribar calidad probablemente sea el más alto que yo he debatido en mi vida. Se discuten las milésimas y te metes en unas honduras que exigen poner el cerebro y la intuición al máximo de capacidad.

¿Cuándo se dio cuenta de que era uno de ellos, un arquitecto planetario?

En 1985, el profesor Hernán Riesgo nos decía que no nos estaba educando para operar en Chile, sino para ser arquitectos del mundo. Entonces sonaba estrambótico, pero el primer consejo que nos dio fue que midiéramos los edificios. Como en Chile no había un solo edificio que mereciera la pena medir, lo primero que hice al terminar fue irme a Europa. El profesor me aconsejó que midiera los edificios porque llegaba “de una huelga de hambre”: “Si se enfrenta a la arquitectura tal cual, se le va a indigestar”.

Y así, en Venecia, en Grecia, en Florencia, en Sicilia y en Turquía se dedicó a medir edificios.

Tenía que tragarme el cuerpo de conocimiento de la disciplina. Uno se traga el Partenón como si tuviera que decidir el paso siguiente. Aunque no lo dé nunca. La otra parte de la respuesta es que cuando llegué a dar clase a Harvard, proveniente de nuevo de la nada, allí se hizo más o menos evidente que tu campo de operación es el mundo completo. Con cuidado, uno tiene que creerse eso y al mismo tiempo no creérselo nada. Y en Harvard supe que, analizando bien un caso particular como Chile y la vivienda social, podíamos llegar a soluciones globales. Con todo, no me considero global. Trabajo desde Chile, aunque tengamos un proyecto en Shanghái.

¿Le compensa trabajar en Shanghái?

Aceptamos los trabajos que implican un desafío profesional.

¿Eso lo ha podido hacer siempre?

Es difícil decir no a proyectos que puedan significar altos honorarios.

¿Ha dicho que no a muchos proyectos?

Dije tanto que no en un momento de mi vida que entre 1995 y 1997 renuncié a la arquitectura y me dediqué a otra cosa.

¿Dio clase?

Un bar. Era tan violento para mí haberme ido a tragar el cuerpo del conocimiento de la arquitectura y dibujar semana tras semana los edificios, que no me iba a dedicar después a hacer bromas. Para hacer estupideces, decidí mejor no hacer nada. Es mejor hacer algo bien, cualquier cosa, que mediocremente lo que se supone que es bueno.

Esa condición heroica de la arquitectura, ¿fue un pecado de juventud o ha determinado lo que ha hecho después?

Soy idealista, pero también muy pragmático. ¿Cómo se puede vivir así? Bajas tus necesidades al máximo. No se necesita demasiado para vivir. Lo que necesitas para estar contento es más bien poco, pero tienes que estar satisfecho con lo que haces. Eso te da libertad para aceptar los trabajos que son realmente pasos en una carrera profesional hacia cosas que tengan sentido. El asunto es mirar atrás con 60 años y no tener que decir: “Si lo hubiera hecho de otra manera…”.

Tan altos objetivos sorprenden en alguien que ha experimentado la escasez. La clase media chilena no tiene fácil acceso a la educación superior. Una vez conseguida, ¿cómo no intentar transformarla en mejora económica, no tenía presiones familiares?

No. Para ganarse la vida como clase media teniendo una formación universitaria, uno llega a fin de mes con casi cualquier cosa.

Pero usted aspiraba a más.

No a mucho más desde el punto de vista económico, pero sí desde el punto de vista profesional. Y con un conjunto de clientes muy malos, uno tras otro, la verdad es que tiene más sentido dedicarse a hacer otra cosa. Fue más bien una renuncia a la falta de calidad que una renuncia económica. La económica nunca va a ser demasiado grave. Estoy preparado para eso.

Viene de una familia de profesores, ¿por qué quiso ser arquitecto?

En Chile postulas a la universidad indicando prioridades. Yo elegí como primera opción arquitectura, y como segunda, danza y flauta. Sabía que si no era arquitectura no era nada. Pero al mismo tiempo no sabía lo que era la arquitectura. Para entrar había que hacer una prueba especial y yo quedé en primer lugar. Eso significaba que podía estudiar pagando la mitad. Cuando te dan esa oportunidad, muerdes el hueso y no lo sueltas. Recuerdo la universidad como algo serio. Por eso cuando nos decían: “ustedes se van a tener que medir con el Partenón”, nos lo creíamos.

¿Todavía lo cree?

Cada vez con más dificultad y sentido de la realidad. Pero eso no quita que esa sea tu hambre. Hace poco fui a India y a Bangladesh a ver el edificio de Louis Kahn. Pasa todo el tiempo, te encuentras arquitectos que te botan al suelo. Me sucedió con Rafael Iglesias, en Argentina, por ejemplo. Cuando ves esos trabajos, te das cuenta de la ridiculez de tus propuestas.

¿Esa exigencia habla de la medida de su ambición?

La calidad envía mensajes con el ejemplo. Pero encuentro esa especie de maestro en otros ámbitos del conocimiento. Podría suceder que un arquitecto llegara al máximo de su profesión sin haber hecho ni un rasguño a la sociedad. Ese es el drama de la arquitectura hoy.

Usted dejó claro que quería hacer arquitectura social, pero con ánimo de lucro. ¿Eso es romper tabúes y normalizar la arquitectura?

Tienes que poder vivir para hacer las cosas. En tercer año teníamos un taller clave: hacer una casa unifamiliar. Escogías el cliente, el lugar… Todos elegían un cliente excéntrico, un artista por ejemplo. Se tendía a pensar que la calidad del cliente aseguraba la calidad del proyecto. Yo hice la casa para un taxista. El taxista existía. Era Morales, un tipo que le ayudaba a mi padre a preparar curanto [una comida del sur de Chile que cuece mariscos y carne bajo tierra] en las fiestas de cumpleaños. Me interesaba ver qué de lo que yo estaba estudiando en la universidad, Palladio o Vitrubio, le importaba a un tipo que tenía que dejar el taxi en la casa porque era su fuente de ingresos o colocaba el refrigerador en el living porque era un símbolo de estatus. Yo me preguntaba: para una persona que todos los días debe coger el transporte público, ¿qué es la calidad de vida? Te preguntas qué puede aportarle la arquitectura a alguien como él. Y qué relación tiene el discurso de la universidad con esa vida.

¿Esa preocupación por las personas antes que por las obras le venía de familia?

Al revés, mis padres son bastante de derechas. Pero un tipo joven tiene que preocuparse por esas cosas cuando las ve. Desde ese proyecto, mi preocupación como arquitecto ha sido siempre la misma: la vida diaria de las personas que lo tienen difícil. No superdifícil, no es el niño con la monja en África; se trata de poder solucionar asuntos cercanos.

¿Cómo consiguió volver a ser arquitecto?

Hay momentos en que se quiebran los círculos. Y eso sucedió cuando me encargaron la Facultad de Matemáticas de la Universidad Católica de Santiago. Un antiguo profesor, en ese momento decano de la Facultad de Arquitectura, sugirió mi nombre. A partir de ahí tienes un patrimonio. Haces bien el edificio y construyes sobre eso.

Una oportunidad lleva a la otra, pero también cambia su relación con el poder, con ‘el Club Chile’ que usted critica.

Siguen siendo proyectos en los que concursas por méritos. No son encargos. Hay una institución que tiene que escoger, y ahí es donde en Chile, dentro de todo, me parece que opera la meritocracia. Sin ella, yo no existiría.

¿Defiende que con autoexigencia un arquitecto puede llegar a trabajar en círculos ajenos a su clase social?

Un proyecto es una inversión. Tú mismo te construyes el próximo cliente.

Muchos proyectistas tienen la sensación de trabajar contra el cliente. ¿Usted no tiene ese problema?

Quizá porque no soy muy artista. No tengo una agenda con exploraciones conceptuales que quiera desarrollar y para la que necesito un cliente.

¿Qué quiere hacer?

Me interesaría solucionar los problemas que pudieran interesarle a cualquier ciudadano, sea su casa, un barrio o problemas de segregación y violencia. Yo estudié una disciplina que me entrega fórmulas para traducir a formas esas cuestiones intangibles que preocupan a cualquiera.

¿Eso es lo que hacen en su estudio, Elemental? ¿Cómo comparten seis socios y cuarenta personas una manera de pensar?

Escuchando lo que le sucede al de al lado. Cada vez me cuesta más tener ideas a priori o certezas. La vía del ejemplo me parece que es la mejor manera, la cultura de lo que se traspasa cara a cara.

¿Es difícil mantener la unanimidad a medida que aumentan los encargos?

Para atender ciertos encargos, no se puede no crecer. Éramos 25, y Codelco, la compañía chilena del cobre, nos encargó rehacer Calama, la ciudad del cobre. El lugar de donde sale la riqueza de Chile tiene una calidad de vida absolutamente desfasada con la riqueza que produce. La gente ha salido ya dos veces a la calle y 30.000 personas han bloqueado la ciudad reclamando mejoras. Así como Constitución supuso la reconstrucción del terremoto y la previsión del futuro, allí el terremoto es social y ambiental por la manera de producir de la mina. Para realizar ese encargo hay que pasar de 25 a 40 personas, y ese es un encargo al que no se puede decir que no. No tenemos resuelto el tamaño del estudio.

¿Cómo se aprende a trabajar desde la escasez?

Cómo ha sido criado uno, aflora en lo que haces. “No se bota la comida” es algo que termina instalándose en tu forma de ser como una costumbre. Mi infancia no fue de supervivencia, no era dramático, pero me marcó. Por ejemplo, me produce placer viajar llevando muy poco.

Pero eso es de ricos…

Es una satisfacción personal necesitar muy poco. Y eso se puede aplicar a todo.

¿Asimila esa austeridad a toda la clase media chilena, o es algo de su familia?

Claramente es familiar, pero no podría existir si no hubiera una sociedad a la que eso le parece bien. Si crees que hay que respetar la fila, pero vives en una sociedad en la que todo el mundo se la salta, si la respetas pasas por tonto. Tiene que haber un contexto en el que estar en la fila sea valorado. A mi mujer le llama la atención que en Chile tú compras algo y te tienen que dar un recibo. Ella es brasileña, y en Brasil jamás te lo dan. Tú puedes tener la convicción de que es justo pagar impuestos, pero tienes que vivir en una sociedad donde eso sea compartido para poder hacerlo.

¿Su mujer es arquitecta?

Sí.

¿Viven en su propia casa?

No

Seguro que se la pueden permitir. ¿Por qué no se ha hecho una casa?

Porque no la necesito. Me importa mucho más que la distancia de mi casa a la oficina sea de una canción, de minutos en bicicleta. O a pie. Para mí, eso es calidad de vida.

¿Esa certeza le llega a partir de ver lo que no le gusta?

No concibo pasar mucho tiempo sin mi familia, sin mis hijos. En ese sentido, para mí, Harvard fue importante. Allí me tocó ver lo que no hay que hacer en la vida: gente que a los 60 años no tiene vida. La carrera por el éxito profesional paga un coste personal que vi muy temprano. Tengo claro que desde Chile me pierdo una cantidad enorme de cosas, pero tengo también claro que el desafío es cómo tener una vida equilibrada. A mí me parecería terrible que un hijo mío tuviera que hacer una película para entender por qué su padre estaba poco en casa como le sucedió a Louis Kahn. En el libro en el que le entrevistaron sobre su vida, la última pregunta a Steve Jobs es esa: ¿Por qué ha contado tanto alguien tan esquivo? Y la respuesta de Jobs es: “Porque quería que mis hijos supieran por qué yo no estuve ahí”. Se lo cuenta al periodista en lugar de contárselo al hijo. De estos personajes tenemos muchísimo que aprender para corregir el curso de lo que no queremos que sean nuestras vidas. Si tienes algún talento, en vez de usarlo para llegar más lejos, úsalo para llegar más acompañado. Es un desafío extraordinario tener una vida equilibrada y corriente.

¿A la arquitectura le hace falta perder impostura?

La arquitectura está recuperándose a sí misma. Le faltaba aire. Y si abres la ventana, lo primero que entra es gente. Por eso cuando llegué a Harvard, el primer tema que elegí discutir fue la irrelevancia: había cantidades de arquitectos discutiendo temas que solo interesaban a otros arquitectos.

¿Se está rompiendo esa endogamia?

Creo que sí. El reto es tratar temas que están fuera de la arquitectura con las herramientas de la arquitectura. Una de las personas clave para mí fue un libanés, Hashim Sarkis, al que conocí en Harvard. Para él, el desafío era que en algún momento hubo una arquitectura que pidió fuero para ser artísticamente libre y terminó tratando solo problemas que les interesaban a otros arquitectos. Con mucho ismo: posmodernismo, deconstructivismo, cualquier ismo que le pongas, da igual. Era el camino hacia la irrelevancia. Frente a eso, estaban los que vieron, en los setenta, otros problemas, sobre todo en Latinoamérica, y se dedicaron a los temas duros. Pero para dedicarse a los temas duros abandonaron la arquitectura. Con Hashim decíamos: el desafío hoy es coger los temas que les interesan a todos y hacerse cargo de ellos con el conocimiento específico de la arquitectura, que es la forma. Ese cruce hazlo pasar por lo que sabes hacer como diseñador y después devuélveselo a la sociedad; eso decidirá si tengo éxito o no, y no si te publicaron más o te dieron más premios. Que la gente sea más o menos feliz, que los barrios se valoricen, que sean zonas más o menos conflictivas, mide el éxito de la arquitectura.

¿Por qué le interesó hacer vivienda social?

Cuando llegué a Harvard pensé: ¿qué puedo aportar?, ¿dónde puedo tener ventaja frente a los demás? Trabajar desde la escasez era una de las vías. De la escasez a la vivienda social hay un paso. La vivienda social tiene algo, y es que los que se dedican a hacerla, aun sin decírtelo, parece que tengan una especie de carné de superioridad moral. Jamás hemos querido levantar esa bandera que tacha al resto de banal para constituirse en relevante. Uno se va con la sensación de haber gastado energía en algo que merece la pena. Pero no me parece que eso te haga éticamente superior ni a ti ni a tu arquitectura.

Le acusan de apropiarse de soluciones tradicionales en Latinoamérica, como la vivienda incremental.

Nunca dijimos que fuera algo nuevo. ¿Qué novedad le pusimos? Que tuviese capacidad de aumentar de valor en el tiempo, porque es lo que yo espero de mi casa.

¿Cuál es el último indicador de calidad?

Una pregunta: ¿yo viviría aquí? Si la respuesta es no, el proyecto no pasa la prueba.