Ricardo Legorreta, 1931-2011


Juan Palomar Verea

Ricardo Legorreta, 1931-2011

Más allá de la apreciación dictada por las modas más o menos efímeras, Ricardo Legorreta es uno de los arquitectos más importantes del México contemporáneo. En los últimos veinticinco años ningún otro arquitecto mexicano en activo tuvo tal repercusión -tanto por sus obras como por la publicación de ellas- en el propio gremio arquitectónico, en el contexto estudiantil y en los medios nacionales e internacionales.

El discurso principal que guió su trabajo mucho tuvo que ver con la reivindicación de una cierta mexicanidad que encontró en los teóricos del llamado regionalismo crítico la formulación de un programa que exaltaba el uso de los materiales tradicionales, el color y un código formal reconocible como las herramientas para proponer una arquitectura “propia y pertinente” para su tiempo y su circunstancia. Es indudable que, con estos principios, Ricardo Legorreta supo conectar su ejecutoria con los usuarios de su obra y con una sensibilidad ampliamente difundida en el contexto nacional y aún extranjero. No es esto, de ninguna manera, un logro menor.

Su trayectoria es muy interesante. Egresado de la Escuela de Arquitectura de la UNAM, tuvo y reconoció siempre en José Villagrán García a su maestro original. El funcionalismo sin concesiones de su mentor fue su punto de partida y la marca de sus primeros trabajos. Ese rigor programático y constructivo sin duda lo acompañó a lo largo de toda su trayectoria. Sin embargo, a mediados de los años sesenta, a través de la colaboración con Matías Goeritz para el símbolo de la fábrica Automex en Toluca, Legorreta conecta con otra matriz formal, derivada de lo que Goeritz y Barragán llamaban la arquitectura emocional. De allí derivó a una obra que sería, al final, la más poderosa y definitiva para su carrera: la que efectuó, con Luis Barragán como asesor, para la realización del Hotel Camino Real de la Ciudad de México en 1968. Todo el resto de la carrera de Legorreta se mide contra esta obra maestra del género hotelero, en donde el refinamiento de la escala doméstica es exitosamente llevado a lo monumental, y en donde la colaboración con otros artistas (Jesús Reyes Ferreira, Tamayo, Alexander Calder, el propio Goeritz…) es ejemplar. La huella de la influencia de Barragán en sus posteriores realizaciones es evidente, y sin duda benéfica.

Su entusiasmo y su caballerosidad fueron siempre legendarios, y ejemplares. La pasión con la que exponía ante audiencias nacionales y extranjeras su obra, y la manera como insistía en que esa obra rendía homenaje y se nutría de los valores mexicanos, despertaba en quienes lo oían una respuesta siempre cálida y cercana. Era usual que terminara sus intervenciones entre aplausos de la concurrencia puesta de pie. Había en él una genuina y potente creencia en el arte popular de México como la clave para un mejor futuro de la arquitectura. Sus mejores momentos dejan clara esta vertiente creativa. Junto con su hijo Víctor siguió intentando, hasta el final y con valentía, nuevas alternativas dentro de los códigos de su elección.

En Guadalajara existe por lo menos una obra de Ricardo Legorreta que será necesario valorar y proteger: el edificio originalmente proyectado –a mediados de los años noventa- para un banco, en la esquina surponiente de la avenida Vallarta y Duque de Rivas. Es una obra digna y representativa de la madurez creativa de su autor.

Con Ricardo Legorreta nuestro país pierde a uno de sus más notables arquitectos y a uno de los más fervientes creyentes y promotores del arte y la creatividad nacionales. Los que tuvimos la fortuna de conocerlo perdemos también a un ser humano cálido y comprometido con su oficio, a un arquitecto siempre dispuesto a dialogar sobre su quehacer y a compartir sus preocupaciones y hallazgos. Descanse en paz.

jpalomar@informador.com.mx