Legorreta: arquitectura hecha relato


Con la muerte de Ricardo Legorreta, la arquitectura mexicana queda huérfana de uno de sus principales embajadores. Constructor durante más de medio siglo de la imagen mitificada de “lo mexicano”, fue quien mejor capitalizó la herencia de Luis Barragán a través del color, volúmenes sólidos y un interés por revaluar la cultura popular. Del Hotel Camino Real de la Ciudad de México a la Universidad Americana en El Cairo, o del Museo MARCO en Monterrey al Pabellón de Hannover en la Feria Mundial, su trabajo fue una especie de bandera. Con él la arquitectura se convirtió en relato.Con una amplia visión histórica, supo utilizar como pocos la riqueza de las artes plásticas y las ventajas del lugar. Invitó a colaborar en sus proyectos a artistas como Mathias Goeritz, Annie Albers, Vicente Rojo y Francisco Toledo, con el mismo apego con que incorporaba la experiencia del artesano o las cualidades de la piedra que hallaba en el sitio. Activo hasta los 80 años de edad, consideró que su trabajo consistía no en inventar, sino en pulir.

Legorreta pertenece a la segunda generación de arquitectos modernos, junto a Pedro Ramírez Vázquez, Abraham Zabludovsky, Teodoro González de León y Agustín Hernández, con quienes compartió el carácter monumental y las referencias locales.

En 1952, Legorreta terminó la carrera al tiempo que se inauguraba Ciudad Universitaria. Discípulo de Mario Pani y Enrique del Moral, formó parte del último grupo que estudió en la Escuela Nacional de Arquitectura en el Centro Histórico de la capital.

Fue a esa cercanía con el patrimonio cultural a la que atribuyó la lección más valiosa durante su época de estudiante. Ahí también fue donde descubrió dos obras reveladoras, realizadas por José Villagrán —conocido como el iniciador de la arquitectura moderna en México— con quien consiguió trabajar, primero como dibujante, después como jefe de taller y luego como socio. Colaboró con él en el proyecto del Hotel Sheraton María Isabel (con Juan Sordo Madaleno y José Antonio Wiechers) y más tarde juntos hicieron la fábrica SF de México.

A Villagrán le debe sus lecciones de ética profesional y de tectónica. De él aprendió la pureza de los materiales tanto como la búsqueda de coherencia y la claridad formal. Villagrán constantemente le reprochaba que era un despilfarrador de espacio. Sin embargo, la arquitectura de escala sobrada significó para Legorreta un lujo.

Barragán y el artista Chucho Reyes Ferreira fueron sus maestros del color y del rescate de la tradición. A éste último le atribuye haber aprendido que la belleza se encuentra en todos lados, mientras gracias al primero conoció la importancia de la integración con el paisaje. De Barragán tomó además el carácter escenográfico de la arquitectura desoyendo empero su sentido de proporción e intimidad espacial.

Legorreta reconocía exagerar la necesidad de tener un estilo, pero le sirvió para quedar prácticamente inmune ante las distintas corrientes como el posmodernismo, el deconstructivismo o el High Tech. Buscaba en cambio sus referencias en la arquitectura de Louis Kahn, Charles Correa, así como en la Alhambra de Granada o en las ruinas prehispánicas. En 1964, fundó Legorreta Arquitectos, con Carlos Vargas y Noé Castro.

La fábrica Automex en Toluca y los Laboratorios Smith, Kline & French (hoy Comisión de Derechos Humanos del DF) en Avenida Universidad (1964) así como el Hotel Camino Real de Polanco o el Edificio Celanese Mexicana en Avenida Revolución (1968) modificarían la forma en la que podía entenderse un complejo industrial convertido en pieza escultórica, un hotel urbano transformado en oasis, una franquicia turística que destacaba lo local o un edificio concebido a partir de su estructura portante.

Sería después, con el Hotel Camino Real en Ixtapa (1981), que redefiniría la arquitectura en relación al paisaje. El edificio entendido como topografía, transformado en montaña, ejemplificó lo que el crítico inglés Keneth Frampton define como regionalismo crítico.

Sin embargo, como en el caso de sus coetáneos Carlos Mijares en México, Rogelio Salmona en Colombia o Eladio Dieste en Uruguay, su territorio imaginativo fue mucho más vasto que lo que el término regionalismo comprende, con edificios que han logrado combinar lo moderno y lo antiguo, lo local y lo general.

La época más prolífica de Ricardo Legorreta corresponde a la década de los 90, sobre todo tras el primer proyecto realizado en Los Ángeles en 1985. Con más de 100 obras construidas —que abarcan desde viviendas de interés social en Madrid a una casa sobre las olas de Japón o a la Catedral de Managua— su producción fue volviéndose progresivamente simbólica.

La ampliación de la gama de recursos arquitectónicos así como el uso de formas curvas coincide con la incorporación de su hijo Víctor al despacho, con quien trabajó los últimos 20 años de vida.

En el 2000, la oficina se consolidó como marca bajo el nombre de Legorreta+Legorreta, recibiendo premios como la Medalla de Oro de la Unión Internacional de Arquitectos (UIA) y del Instituto Americano de Arquitectos (AIA).

Su fallecimiento, un día antes de finalizar el 2011, cierra un año que se cobró la vida también del talentoso joven arquitecto Javier Serrano, así como la del fructífero Pedro Moctezuma, autor de la Torre Pemex. Un año donde se vio tácitamente la destrucción de obras ejemplares como el Súper Servicio Lomas de Vladimir Kaspé y la Escuela de Tres Guerras de Juan O’Gorman. Un 2011 que pasó por alto el centenario del nacimiento de Mario Pani, así como los de Ramón Marcos y Manuel “el Caco” Parra. Donde el discurso de Ricardo Legorreta en defensa de los valores culturales vistieron de fiesta el otoño al serle otorgado el Doctorado Honoris Causa de la UNAM y el Praemium Imperiale de la Academia de Artes de Japón, quedando aún pendiente el rescate de la cultura arquitectónica y del patrimonio más allá de lo metafórico.
Fernanda Canales, arquitecta y crítica

Fuente: Mural